29. LA CIUDAD PRECARIA

Cuando se viaja, más que en plan de turista, con el propósito de «sentir» el pulso, de apreciar el carácter y de introducirnos en los sentimientos de pueblos que no son el nuestro, creemos ser más objetivos para juzgarlos como terceros no involucrados , pero necesariamente operamos por comparación con el que conocemos, de modo que nuestro juicio se perturba con la carga emocional de nuestra propia opinión acerca de lo nuestro.

De esa manera y de muchas comparaciones resultan nuestras opiniones y afectos por los extranjeros o por sus ciudades en que se concreta la universal vocación gregaria del hombre. Las ciudades nos encantan, nos decepcionan o simplemente nos dejan indiferentes, a pesar que en general reproducen modelos histórico-culturales repetidos; ¿ qué es entonces lo que hace la diferencia?

¿Es acaso su condición de ciudad interior o de puerto de mar, su actividad agrícola o fabril o universitaria o su condición de centro pólitico o económico, lo que nos mueve a quererlas o detestarlas?

Si hay tantas ciudades parecidas, qué es lo que nos conmueve para hacer de unas un lugar de tránsito pasajero y olvidable y de otras el sitio en que quisiéramos ver los atardeceres para siempre?

Las ciudades tienen mucho de parecido, aunque se encuentren en diversas latitudes, porque incluyen siempre de algún modo lo necesario para que el hombre pueda vivir en sociedad, pero a veces, la dimensión humana se pierde en las urbes enormes que absorben su sustancia.

Pero en esta nota no habremos de comentar las megápolis, que ya de ello se preocupan sociólogos, urbanistas, economistas y políticos, sino de algo o de alguien, si queremos otorgar a la ciudad un carácter personal, de quien querernos develar su sencillo encanto.

Nuestra reflexión se referirá entonces, a Valparaíso y procuraremos descubrir las razones que llevaron a tantos, que sin conocerla, la citan en sus libros, como Walt Whitman y Tomas Mann, considerándola como un lugar especial y significativo. Ellos la imaginaron, nosotros la conocemos y a veces también nos preguntamos qué la hace diferente? ¿Su condición de ciudad-puerto ?, el gran escenario de su bahía enmarcada por cerros?, Sus viejos ascensores?. Sus tranvías de antaño? Los terremotos que periódicamente la sacuden? Sus barrios pintorescos y ahora último, trabajosamente intervenidos para conservarlos?.

La respuesta no se encuentra en esos parámetros que son comunes a otras ciudades- puertos, como Lisboa y San Francisco que se construyeron en bahías circundadas por cerros, por cuyas calles trepan aún los tranvías que recorrieron Valparaíso hasta hace algunas décadas y que también sufren asoladores terremotos, como el de 1755 en Lisboa y el de comienzos del siglo en San Francisco.

Sin embargo hay diferencias profundas que trascienden las semejanzas aparentes: en la Lisboa de Camoens y Pessoa, que no es el Valparaíso de D’Almar y de Darío, aún palpita la cabeza del Imperio que alcanzó América, Africa y el Asia y fue siempre ciudad de partida y de término y no solo un alto en la ruta,como fuera Valparaíso en el mejor de sus tiempos.

Lisboa tiene, por eso, junto a la Alfama, la grandeza de sus monumentos, que recuerdan la conquista del mar y de un imperio que también pudo decir que en sus lindes no se ponía el sol. Por eso Lisboa fue la ciudad-puerto, pero también la capital gozadora, placentera y a veces sosegada y hasta somnolienta, que sí lo permitieron las afortunadas conquistas de sus navegantes de los grandes océanos.

La otra ciudad-puerto que hemos mencionado, con colinas que trepan los tranvías, llena de pintoresquismo y colorido es San Francisco, que puede haber servido a viejos marineros para llamar «Pancho» a la versión en pequeño y más modesta que es nuestro Valparaíso.

Pero el ritmo de San Francisco es más anglo sajón que latino, y aunque lo mismo que Lisboa y Valparaíso, la afligen los terremotos, su cronología vital no es comparable a nuestro Valparaíso. San Francisco crece y palpita con el resto del país más poderoso del mundo, no en el modo de nuestra ciudad que ha transitado por la medianía y la riqueza y que hoy pretende sacudir su letargo económico y existencial. Lo que hace diferente a nuestra ciudad es el encanto de lo frágil, de lo temporal, de lo precario. Su historia está marcada por lo catastrófico y por la entereza tranquila y sin alardes de sus habitantes, que han querido permanecer para reconstruirlo, casi siempre en la pendiente esquiva de los cerros y en lo profundo de las quebradas que inundan y sacuden las avalanchas invernales y hasta en las sólidas construcciones del «plan», sustentada, la mayoría, en terrenos ganados metro a metro al mar.- La memoria de los viejos porteños recurre, para situar los hechos, a la cronología de los infortunios: «para el terremoto de 1906, para el del 7l, para el del 85 y los más viejos : «para el derrumbe del tranque Mena, o… para la crisis del 31″ y, de éste modo, se ha escrito la historia de Valparaíso.

Por eso he querido llamarla» la ciudad precaria», porque su destino ha sido siempre un préstamo de la naturaleza o de fuerzas extrañas a sus propios habitantes, porque todo en ella, aún lo que parece permanente, lo sentimos frágil, inseguro e incierto cuando la tierra se estremece o se derrama la lluvia a torrentes por las quebradas, o se hunden las naves en su rada insegura.

Se la quiere por eso, se la distingue y recuerda entre todos los puertos del mundo porque es, como nuestra propia vida, precaria, frágil y dada en préstamo por un tiempo que no conocemos.

Una y otra, son como dijera Rilke en sus sonetos a Orfeo: «Un hálito por nada. Un soplo de Dios, Un viento.

Publicado en la revista de la Liga Marítima de Chile.

28. EL CRIMEN DE LA CASA DE YATES.

En una nota anterior me referí al inicio de la investigación de este homicidio al que la opinión pública llamó de ese modo sin referirse, como lo haría ahora, al Club de Yates de Recreo para diferenciarlo del de Higuerillas o de algún otro de la zona.

Anuncié ahí que el desenlace había estado rodeado de curiosas circunstancias y coincidencias que ahora paso a relatar para quienes todavía no leían los periódicos en ese lejano verano de 1954.

Durante la investigación ocurrió casi de todo. Una llamada urgente de Carabineros de la 2a. Comisaría de entonces anunció haber detenido al autor del homicidio el que había confesado libremente el delito. Interrogado en detalle el inculpado, como exige la ley para que la confesión concuerde en todo con las demás pruebas del proceso, incurrió en tales imprecisiones que, enfrentado con ellas, confeso lo único cierto: que el día del homicidio tenía una coartada perfecta, ya que estaba detenido por ebriedad y que solamente había confesado el delito para salir en la prensa, lo que, efectivamente logró. Al principio, se pensó que era un loco de remate, pero una mínima reflexión posterior nos llevó a concluir que no lo era tanto ya que su deseo de hacer noticia no he impidió asegurarse de tener una buena coartada para el caso que el Tribunal acogiere, inicialmente al menos, una confesión inventada como la suya.

La segunda sorpresa no se dejó esperar, porque un día cualquiera el servicio de Investigaciones nos avisó que había detenido el verdadero homicida, de apellido Santis, el que tenía un nutrido prontuario penal.

Las circunstancias no dejaban de ser curiosas, el detenido estaba siendo sometido a interrogatorio sólamente por uno o dos delitos de robo en que había intervenido, cuando, sin ningún motivo, ya que no era sospechoso de haberlo cometido, se lanzó a confesar en detalle el homicidio del cuidador de la casa de yates, el señor Brandt.

Esta vez, las coincidencias eran mayores y la confesión se avenía con la forma en que razonablemente ocurrieron los hechos.

El autor del delito, escaso de dinero y aprovechando una superficial amistad con la víctima, la visitó en su casa y la llevó engañada hasta Reñaca con la perspectiva de liquidar en medias el producto de un delito imaginario.

Su propósito siempre fue asaltarlo y robarle la ropa y el dinero que suponía llevaría consigo.

Lo demás se desarrolló de acuerdo con lo previsto por Santis, en las arenas de Reñaca y en las cercanías de un bosquecito de pinos, el homicida se quedó, con el pretexto de una urgencia orgánica, varios pasos atrás de la víctima, desganchó un arbolito y usando la rama como arma, la descargó varias veces sobre la cabeza de Brandt hasta que éste cayó al suelo sin sentido. El trámite posterior fue rápido, en los bolsillos encontró poco dinero y, por eso, agregó al botín los zapatos de que despojó al cadáver porque se encontraban en buen estado.

Huyó de inmediato del lugar de los hechos y por unos días, sin siquiera ocultarse, cometió otros delitos que motivaron su detención e interrogatorio en el cuartel de la policía civil.

Para estar seguro de haber dado esta vez con el verdadero asesino, lo llevamos al lugar del homicidio y, guiados por él a través de los arenales, nos dirigimos al bosquecillo de pinos en camino del cual, y desde bastante distancia, nos indicó el árbol del que había desgajado la rama que le sirvió como arma homicida.

Al acercarnos pudimos observar claramente el desgarro del árbol en el punto en que se lo había desganchado. No cabía dudas: él era el asesino y como tal sería encargado reo y más tarde, condenado por el juez titular del Tribunal.

La interrogante era ¿por qué confesó el homicida espontáneamente y sin ser siquiera interrogado al respecto?

La respuesta se encontró en un examen psiquiátrico que se practicó al reo y en un informe de la sección de Detenidos de entonces en donde, a poco de ser recluido, tuvo un severo ataque epiléptico. Al confesar, aparentemente el hechor se encontraba en el período llamado del «aura» epiléptico, que en algunos sujetos produce gran locuacidad y extroversión, que habría sido la causa de una confesión que, de otro modo, carecía, en absoluto, de explicación en un delincuente avezado como Santis.

Otro hecho curioso se agregó a los ya anotados: en la autopsia practicada a la víctima se pudo constatar que tenía las paredes del cráneo especialmente delgadas, debido a la severa desnutrición que había sufrido en su infancia a consecuencia de la carencia de alimentos en su país natal, Alemania, a causa del bloqueo de su comercio exterior durante la Primera Guerra Mundial. Quizás si así no hubiera ocurrido, nunca habría sido el homicidio del cuidador de la casa de yates, otra cosa que un atraco común y corriente.

                                                                                               Mario Alegría Alegría

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso, el 17 de marzo de 1997

27. CUANDO LOS JUECES SE ATREVEN.

Corría el mes de mayo de 1943 en Viña del Mar y, por entonces, todos los asuntos judiciales ordinarios estaban a cargo de un Juzgado de Letras de Menor Cuantía, al que correspondía realizar las primeras diligencias en todas las causas criminales, aunque sólo retuviera el conocimiento de aquellas que correspondían a delitos sancionados con presidio o reclusión en su grado mínimo, vale decir hasta 540 días.

La ciudad era mucho más pequeña que ahora y con un tercio de sus habitantes, tenía un tranquilo pasar, agitado sólo ocasionalmente por sucesos criminales. El Casino funcionaba seis meses, «la temporada» como se la llamaba y, en los otros seis, los juegos de azar, prohibidos por ley se refugiaban en casas particulares y además, según era «vox populi», en un gran edificio muy céntrico, bajo la pantalla de un Club Deportivo, el «Rivadavia».

Se cerraba el Casino y abría sus puertas el Rivadavia y estos hechos a fuer de conocidos, resultaban casi naturales para la población, pero bastante molestos para la justicia. Esta, había dispuesto al menos cuatro allanamientos al Club para sorprender los juegos ilícitos y sus instrumentos, sin lograr, ningún resultado. Dos veces la policía civil y otros tantos la uniformada habían devuelto las órdenes «sin resultados».

Así las cosas, y ausente por vacaciones el Juez titular, llegó a reemplazarlo en calidad de suplente, don Eduardo Fernández Zapata por entonces Oficial 1° de la Corte de Apelaciones de Valparaíso; En el Tribunal, trabajábamos entonces y con apenas unos meses de experiencia, dos estudiantes del Primer año de Derecho de la Escuela de la Universidad de Chile, Fernando Chinchón Huerta, actual Receptor Judicial de mayor cuantía y quien escribe esta nota.

El Juez subrogante llegó al Tribunal con un encomiable entusiasmo y dispuesto a demostrar que un juez suplente puede hacer muchas cosas y, por eso no nos extrañó que nos citara para un sábado por la noche (del 27 al 28 de mayo) para una diligencia especial que no nos dio a conocer.

Bastante impresionados por la perspectiva de una pequeña aventura judicial, de un «proceso activo» tan extraño en nuestro ambiente, tanto Fernando Chinchón como yo llegamos al Tribunal mucho antes de la hora proyectada. El Juez suplente llegó al Tribunal con dos amigos suyos, el abogado don Enrique Vargas Carretero y el periodista del diario «La Unión» y egresado de derecho don Manuel Tobal quienes actuaron como testigos y designó como secretario ad hoc a Fernando Chinchón en el proceso que en ese momento se iniciaba, con lo que se llama, en jerga judicial, «auto cabeza de sumario».

Ahí recién se nos puso al tanto de lo que hariamos: el Tribunal allanaría personalmente el Rivadavia donde esperaba encontrar jugando a muchas personas. La fuerza pública constituída por una pareja de carabineros se recogería en la calle y se trasladaría junto con nosotros en dos autos de que disponía el Tribunal. Así se hizo y los carabineros requeridos por el juez, en la calle y con la sola presentación de una copia de su reciente nombramiento, subieron al auto, sin avisar a su cuartel, a expresa petición del Tribunal.

La diligencia se cumplió con la precisión de un buen reloj suizo y el juez, acompañado por uno de los carabineros se quedó en la planta bajo notificando el allanamiento al encargado del local mientras el Secretario ad hoc con los testigos y el suscrito con el otro miembro de Carabineros, cuya corpulencia inspiraba respeto, ingresábamos a las salas de juego del segundo piso.

Increíble pero cierto, lo sorpresivo de la acción, permitió que solamente escaparan unas pocas personas por los techos y que nuestro corto grupo detuviera a más de cincuenta personas. En la sala que me correspondió allanar jugaban a la ruleta unas cuarenta personas en una mesa doble, como las antiguas del Casino Municipal y que obviamente no habría podido pasar desapercibida en ningún allanamiento. Y debo confesar que mis diecisiete años no me daban seguridad alguna para afrontar una eventual «estampida» de los jugadores a pesar de la tranquilizadora presencia del único carabinero que me acompañaba. Afortunadamente los administradores y los jugadores lo único que querían era no agravar su situación y se sometieron resignadamente a la tramitación posterior.

Esa noche fueron interrogados todos los detenidos, como procedía en derecho, tanto los jugadores como los administradores del recinto y solamente con el tiempo justo para tomar desayuno con Fernando Chinchón que ese día celebraba su cumpleaños en las antiguas «Cachás Grandes».

La acción estuvo en la prensa local y «La Unión» le dedicó un espacio importante entre las noticias policiales y «La Opinión», otro diario de la época, ocupó con ella buena parte de su primera plana.

El expediente con los documentos y el dinero incautado pasó al Juzgado del Crimen de turno en Valparaíso, pero lo que no contó la crónica periodística, porque en ese momento era secreto del sumario, fue que se incautó también una libreta en que se anotaban los gastos de recibo del Rivadavia, entre los que figuraba una «asignación» mensual para dos parlamentarios de la provincia. ¿Simple colaboración por simpatía ideológica? ¿invención descabellada de los administradores? Además había una lista larga de créditos otorgados a familiares de las personas que debieron actuar en los allanamientos anteriores, en que nada se encontró.

Personalmente, nunca me preocupé por lo que ocurrió con el proceso en el juzgado del Crimen de Valparaíso pero lo cierto es que este fué un ejemplo claro de lo que puede hacer un modesto juez suplente de un juzgado de menor cuantía cuando se lo propone.

El Club Rivadavia, el principal centro de juego clandestino en Viña del Mar, cerró para siempre sus puertas.

Para mí, la experiencia fue una lección que aproveché cuando, siendo ya miembro del Escalafón Primario del Poder Judicial, pude también realizar algunas diligencias personalmente, asistido por la policía pero no encargándolas a Carabineros ni a Investigaciones en aquellos casos que requerían una investigación realmente cuidadosa y directamente a cargo del Juez instructor del proceso. Pero esa ya es harina de otro costal!

                                                                         Mario Alegría Alegría

 

 

Publicado en el Diario El Mercurio de Valparaíso el Domingo 2 de Febrero 1997