Cuando se viaja, más que en plan de turista, con el propósito de «sentir» el pulso, de apreciar el carácter y de introducirnos en los sentimientos de pueblos que no son el nuestro, creemos ser más objetivos para juzgarlos como terceros no involucrados , pero necesariamente operamos por comparación con el que conocemos, de modo que nuestro juicio se perturba con la carga emocional de nuestra propia opinión acerca de lo nuestro.
De esa manera y de muchas comparaciones resultan nuestras opiniones y afectos por los extranjeros o por sus ciudades en que se concreta la universal vocación gregaria del hombre. Las ciudades nos encantan, nos decepcionan o simplemente nos dejan indiferentes, a pesar que en general reproducen modelos histórico-culturales repetidos; ¿ qué es entonces lo que hace la diferencia?
¿Es acaso su condición de ciudad interior o de puerto de mar, su actividad agrícola o fabril o universitaria o su condición de centro pólitico o económico, lo que nos mueve a quererlas o detestarlas?
Si hay tantas ciudades parecidas, qué es lo que nos conmueve para hacer de unas un lugar de tránsito pasajero y olvidable y de otras el sitio en que quisiéramos ver los atardeceres para siempre?
Las ciudades tienen mucho de parecido, aunque se encuentren en diversas latitudes, porque incluyen siempre de algún modo lo necesario para que el hombre pueda vivir en sociedad, pero a veces, la dimensión humana se pierde en las urbes enormes que absorben su sustancia.
Pero en esta nota no habremos de comentar las megápolis, que ya de ello se preocupan sociólogos, urbanistas, economistas y políticos, sino de algo o de alguien, si queremos otorgar a la ciudad un carácter personal, de quien querernos develar su sencillo encanto.
Nuestra reflexión se referirá entonces, a Valparaíso y procuraremos descubrir las razones que llevaron a tantos, que sin conocerla, la citan en sus libros, como Walt Whitman y Tomas Mann, considerándola como un lugar especial y significativo. Ellos la imaginaron, nosotros la conocemos y a veces también nos preguntamos qué la hace diferente? ¿Su condición de ciudad-puerto ?, el gran escenario de su bahía enmarcada por cerros?, Sus viejos ascensores?. Sus tranvías de antaño? Los terremotos que periódicamente la sacuden? Sus barrios pintorescos y ahora último, trabajosamente intervenidos para conservarlos?.
La respuesta no se encuentra en esos parámetros que son comunes a otras ciudades- puertos, como Lisboa y San Francisco que se construyeron en bahías circundadas por cerros, por cuyas calles trepan aún los tranvías que recorrieron Valparaíso hasta hace algunas décadas y que también sufren asoladores terremotos, como el de 1755 en Lisboa y el de comienzos del siglo en San Francisco.
Sin embargo hay diferencias profundas que trascienden las semejanzas aparentes: en la Lisboa de Camoens y Pessoa, que no es el Valparaíso de D’Almar y de Darío, aún palpita la cabeza del Imperio que alcanzó América, Africa y el Asia y fue siempre ciudad de partida y de término y no solo un alto en la ruta,como fuera Valparaíso en el mejor de sus tiempos.
Lisboa tiene, por eso, junto a la Alfama, la grandeza de sus monumentos, que recuerdan la conquista del mar y de un imperio que también pudo decir que en sus lindes no se ponía el sol. Por eso Lisboa fue la ciudad-puerto, pero también la capital gozadora, placentera y a veces sosegada y hasta somnolienta, que sí lo permitieron las afortunadas conquistas de sus navegantes de los grandes océanos.
La otra ciudad-puerto que hemos mencionado, con colinas que trepan los tranvías, llena de pintoresquismo y colorido es San Francisco, que puede haber servido a viejos marineros para llamar «Pancho» a la versión en pequeño y más modesta que es nuestro Valparaíso.
Pero el ritmo de San Francisco es más anglo sajón que latino, y aunque lo mismo que Lisboa y Valparaíso, la afligen los terremotos, su cronología vital no es comparable a nuestro Valparaíso. San Francisco crece y palpita con el resto del país más poderoso del mundo, no en el modo de nuestra ciudad que ha transitado por la medianía y la riqueza y que hoy pretende sacudir su letargo económico y existencial. Lo que hace diferente a nuestra ciudad es el encanto de lo frágil, de lo temporal, de lo precario. Su historia está marcada por lo catastrófico y por la entereza tranquila y sin alardes de sus habitantes, que han querido permanecer para reconstruirlo, casi siempre en la pendiente esquiva de los cerros y en lo profundo de las quebradas que inundan y sacuden las avalanchas invernales y hasta en las sólidas construcciones del «plan», sustentada, la mayoría, en terrenos ganados metro a metro al mar.- La memoria de los viejos porteños recurre, para situar los hechos, a la cronología de los infortunios: «para el terremoto de 1906, para el del 7l, para el del 85 y los más viejos : «para el derrumbe del tranque Mena, o… para la crisis del 31″ y, de éste modo, se ha escrito la historia de Valparaíso.
Por eso he querido llamarla» la ciudad precaria», porque su destino ha sido siempre un préstamo de la naturaleza o de fuerzas extrañas a sus propios habitantes, porque todo en ella, aún lo que parece permanente, lo sentimos frágil, inseguro e incierto cuando la tierra se estremece o se derrama la lluvia a torrentes por las quebradas, o se hunden las naves en su rada insegura.
Se la quiere por eso, se la distingue y recuerda entre todos los puertos del mundo porque es, como nuestra propia vida, precaria, frágil y dada en préstamo por un tiempo que no conocemos.
Una y otra, son como dijera Rilke en sus sonetos a Orfeo: «Un hálito por nada. Un soplo de Dios, Un viento.
Publicado en la revista de la Liga Marítima de Chile.