Colón 2128. Hace algunas semanas, un incendio redujo a cenizas el edificio de la Escuela de Servicio Social de la Universidad de Valparaíso y parte de su valiosa biblioteca especializada. Así más o menos, dió cuenta del hecho la prensa local y nacional y así lo sintieron y entendieron los habitantes de la región nacidos en la década de los cincuenta.
Para los que, en esos años nos titulábamos de abogados, egresados de la Universidad de Chile de su escuela de Derecho de Valparaíso, la noticia tuvo un eco muy diferente y especial; porque lo que se había reducido a cenizas era también nuestra escuela de los cuarenta, en la que transcurrieron los años de nuestra lejana juventud, lugar de encuentro en que gozamos y sufrimos las angustias existenciales de una generación que crecía mientras el mundo se desgarraba en una guerra que los ilusos que éramos, como todos los jóvenes, pensábamos que sería la última.
Desapareció así la vieja escuela aquella de trato coloquial y casi recoleto, a la que llegamos en 1943, como «mechones» cuando aún no se los maltrataba hasta el escarnio como hoy, sino que se nos acogía casi paternalmente por los que ya llevaban el Código Civil bajo el brazo con cierto aspecto de confundida madurez, como correspondía a los alumnos de segundo año que ya podían «procurar» ante los Tribunales.
Nosotros los recién llegados, casi todos veníamos de liceos de hombres o de mujeres y solamente algunos egresados de colegios particulares, estaban acostumbrados a la presencia femenina en las aulas. De este modo se unía a la desazón propia del tránsito a la educación superior, la provocada por la inquietante, aunque muy grata, presencia femenina.
Turbadora y numerosa presencia; porque nuestra escuela era la única que acogía a las jóvenes deseosas de estudiar derecho, porque en el curso de Leyes de los Sagrados Corazones, se negaba la matrícula a las mujeres, con gran contentamiento de la escuela laica.
Algunos tropiezos nos significó la experiencia y a mí, acostumbrado a tomar apuntes con cierta fluidez, nunca quise explicarme los ripios y lagunas de los que procuré hilvanar durante las primeras clases, por la conturbadora presencia de una candidata a Miss Chile, cuya cercana compañía logré en competencia con quienes buscaban el asiento a su lado.
Al llegar, mirábamos con cierta admiración, no exenta de alguna envidia a los alumnos de los cursos superiores y que me excusen, aquellos que ya la memoria deja en el tintero: Carlos León, Beltrán Urenda, Juan Andueza, Carlos Gatica, Juan Guillermo Matus, Gustavo Lorca, Carlos Montenegro, Oscar Henríquez, Edgardo López Pescio. Varios de ellos, si no todos, tuvieron y siguen teniendo presencia destacada en la vida nacional.
Nuestro primer año, bastante numeroso, también albergaba algunos estudiantes que serían llamados a desempeñar cargos importantes en la vida nacional. Solamente mencionaré dos de ellos, Oscar Carrasco y Marco Aurelio Perales que, simultáneamente se desempeñaron como Ministros la Corte Suprema porque, singularísimo resulta que, de un número tan reducido de Ministros, dos pertenezcan al mismo curso de una pequeña escuela de derecho de provincia.
La vieja escuela, tenía como hemos dicho, un carácter particular, lo reducido de su planta física, y de su equipo directivo y administrativo y el escaso número de alumnos, nos impulsaba a tener un contacto más directo con aquéllos. Quién de entonces no recuerda al Director por antonomasia, a don Victorio Pescio, cuya sola semblanza daría para más de una nota periodística, al Secretario de la Escuela, el «Canario Rodríguez», apodo entre cariñoso y temeroso con que se lo denominaba a escondidas, a Marcelino, por mucho tiempo el único bedel de la Escuela y «last but not least», a Inés Breitier, la Bibliotecaria que con una sonrisa siempre presente, nos auxiliaba en la búsqueda de textos pan preparar los trabajos que se nos encomendaban.
En primer año, cinco profesores conformaban el cuerpo docente: Don Oscar Guzmán, en la cátedra de Derecho Constitucional, don Exequiel Camus Valdés, en Derecho Romano, don Adolfo Carvallo Concha en Introducción al Estudio del Derecho, don Héctor Fernández Provoste, en economía política y don Alberto Videla de la Rosa, en Historia Institucional de Chile.
Entre los profesores de cursos superiores la lista sería muy larga para reproducirla, pero sí, debo recordar a lo que en algún momento de la carrera nos enseñaron las materias del curso, don Juan Bardina, el profesor catalán cuya memoria rescata ahora su tierra natal por su considerable aporte a la pedagogía moderna, don Alex Varela Caballero, de sobra conocido por todos los porteños, don Salvador Villablanca, don Mario Casarino, profesor emérito y hasta ahora, activo universitario, don Darío Risopatrón Barros, profesor de Derecho Internacional también conversador ameno y chispeante y tan lleno de anécdotas que nosotros suponíamos maliciosamente que, en su mayoría, las inventaba para la ocasión, don Arturo Ewing, bueno como profesor y excelente como persona, lo que bien pudo decirse también de don Hugo López Rojas, don Camilo Mori Gana, erudito gran profesor y también gran caballero, Sergio Fuenzalida Puelma, brillante expositor del Derecho Civil y buen amigo de sus alumnos que mucho lo estimamos y así tanto otros, cada uno de los cuales merecería una semblanza separada.
Muchos de los actuales profesores que ahora cumplen con brillo tareas en la escuela de Derecho en la que tuve la suerte de enseñar por casi treinta años, seguramente, recorriendo los viejos programas de estudio y la añeja metodología de la pura clase conferencia, pensarán que nuestro recuerdo corresponde sólo a la estimación natural por los viejos profesores y al decir que cualquier tiempo pasado fue mejor. Sin embargo yo podría afirmar, que habiendo tenido la suerte de conocer la antigua y la nueva metodología, debo reconocer las ventajas de la docencia activa y participativa, pero que, en este momento del recuerdo, procede también resaltar que, en la vieja escuela, es probable que se usaran textos antiguos ya para su tiempo, pero que hubo profesores que crearon las condiciones para que se abrieran nuevas perspectivas a la enseñanza .Tal es el caso, por ejemplo, de don Héctor Fernández Provoste, con quien tuve la experiencia de iniciarme tímidamente, como corresponde a un no especialista, en la teoría económica moderna, cuando en otras escuelas aún se repetía el texto del señor Marshall, casi idéntico al curso que dictara el profesor M.A.Batbie en la Facultad de Derecho de París entre 1864 y 1865…
La educación es y será siempre información y formación y estoy cierto que, en la otra escuela pudo ser inferior la información a la que ahora se entrega en las aulas universitarias, pero también estoy convencido que la mayoría de los profesores de entonces, con su clara vocación por enseñar y con su moral sin relativismo nos ayudaron muchísimo en la difícil tarea de formarnos como personas.
Mario Alegría Alegría
Publicado en El Mercurio en 30 de Marzo de 1998