54. RECUERDOS DE LA OTRA ESCUELA.

 

 

 

Colón 2128. Hace algunas semanas, un incendio redujo a cenizas el edificio de la Escuela de Servicio Social de la Universidad de Valparaíso y parte de su valiosa biblioteca especializada. Así más o menos, dió cuenta del hecho la prensa local y nacional y así lo sintieron y entendieron los habitantes de la región nacidos en la década de los cincuenta.

Para los que, en esos años nos titulábamos de abogados, egresados de la Universidad de Chile de su escuela de Derecho de Valparaíso, la noticia tuvo un eco muy diferente y especial; porque lo que se había reducido a cenizas era también nuestra escuela de los cuarenta, en la que transcurrieron los años de nuestra lejana juventud, lugar de encuentro en que gozamos y sufrimos las angustias existenciales de una generación que crecía mientras el mundo se desgarraba en una guerra que los ilusos que éramos, como todos los jóvenes, pensábamos que sería la última.

Desapareció así la vieja escuela aquella de trato coloquial y casi recoleto, a la que llegamos en 1943, como «mechones» cuando aún no se los maltrataba hasta el escarnio como hoy, sino que se nos acogía casi paternalmente por los que ya llevaban el Código Civil bajo el brazo con cierto aspecto de confundida madurez, como correspondía a los alumnos de segundo año que ya podían «procurar» ante los Tribunales.

Nosotros los recién llegados, casi todos veníamos de liceos de hombres o de mujeres y solamente algunos egresados de colegios particulares, estaban acostumbrados a la presencia femenina en las aulas. De este modo se unía a la desazón propia del tránsito a la educación superior, la provocada por la inquietante, aunque muy grata, presencia femenina.

Turbadora y numerosa presencia; porque nuestra escuela era la única que acogía a las jóvenes deseosas de estudiar derecho, porque en el curso de Leyes de los Sagrados Corazones, se negaba la matrícula a las mujeres, con gran contentamiento de la escuela laica.

Algunos tropiezos nos significó la experiencia y a mí, acostumbrado a tomar apuntes con cierta fluidez, nunca quise explicarme los ripios y lagunas de los que procuré hilvanar durante las primeras clases, por la conturbadora presencia de una candidata a Miss Chile, cuya cercana compañía logré en competencia con quienes buscaban el asiento a su lado.

Al llegar, mirábamos con cierta admiración, no exenta de alguna envidia a los alumnos de los cursos superiores y que me excusen, aquellos que ya la memoria deja en el tintero: Carlos León, Beltrán Urenda, Juan Andueza, Carlos Gatica, Juan Guillermo Matus, Gustavo Lorca, Carlos Montenegro, Oscar Henríquez, Edgardo López Pescio. Varios de ellos, si no todos, tuvieron y siguen teniendo presencia destacada en la vida nacional.

Nuestro primer año, bastante numeroso, también albergaba algunos estudiantes que serían llamados a desempeñar cargos importantes en la vida nacional. Solamente mencionaré dos de ellos, Oscar Carrasco y Marco Aurelio Perales que, simultáneamente se desempeñaron como Ministros la Corte Suprema porque, singularísimo resulta que, de un número tan reducido de Ministros, dos pertenezcan al mismo curso de una pequeña escuela de derecho de provincia.

La vieja escuela, tenía como hemos dicho, un carácter particular, lo reducido de su planta física, y de su equipo directivo y administrativo y el escaso número de alumnos, nos impulsaba a tener un contacto más directo con aquéllos. Quién de entonces no recuerda al Director por antonomasia, a don Victorio Pescio, cuya sola semblanza daría para más de una nota periodística, al Secretario de la Escuela, el «Canario Rodríguez», apodo entre cariñoso y temeroso con que se lo denominaba a escondidas, a Marcelino, por mucho tiempo el único bedel de la Escuela y «last but not least», a Inés Breitier, la Bibliotecaria que con una sonrisa siempre presente, nos auxiliaba en la búsqueda de textos pan preparar los trabajos que se nos encomendaban.

En primer año, cinco profesores conformaban el cuerpo docente: Don Oscar Guzmán, en la cátedra de Derecho Constitucional, don Exequiel Camus Valdés, en Derecho Romano, don Adolfo Carvallo Concha en Introducción al Estudio del Derecho, don Héctor Fernández Provoste, en economía política y don Alberto Videla de la Rosa, en Historia Institucional de Chile.

Entre los profesores de cursos superiores la lista sería muy larga para reproducirla, pero sí, debo recordar a lo que en algún momento de la carrera nos enseñaron las materias del curso, don Juan Bardina, el profesor catalán cuya memoria rescata ahora su tierra natal por su considerable aporte a la pedagogía moderna, don Alex Varela Caballero, de sobra conocido por todos los porteños, don Salvador Villablanca, don Mario Casarino, profesor emérito y hasta ahora, activo universitario, don Darío Risopatrón Barros, profesor de Derecho Internacional también conversador ameno y chispeante y tan lleno de anécdotas que nosotros suponíamos maliciosamente que, en su mayoría, las inventaba para la ocasión, don Arturo Ewing, bueno como profesor y excelente como persona, lo que bien pudo decirse también de don Hugo López Rojas, don Camilo Mori Gana, erudito gran profesor y también gran caballero, Sergio Fuenzalida Puelma, brillante expositor del Derecho Civil y buen amigo de sus alumnos que mucho lo estimamos y así tanto otros, cada uno de los cuales merecería una semblanza separada.

Muchos de los actuales profesores que ahora cumplen con brillo tareas en la escuela de Derecho en la que tuve la suerte de enseñar por casi treinta años, seguramente, recorriendo los viejos programas de estudio y la añeja metodología de la pura clase conferencia, pensarán que nuestro recuerdo corresponde sólo a la estimación natural por los viejos profesores y al decir que cualquier tiempo pasado fue mejor. Sin embargo yo podría afirmar, que habiendo tenido la suerte de conocer la antigua y la nueva metodología, debo reconocer las ventajas de la docencia activa y participativa, pero que, en este momento del recuerdo, procede también resaltar que, en la vieja escuela, es probable que se usaran textos antiguos ya para su tiempo, pero que hubo profesores que crearon las condiciones para que se abrieran nuevas perspectivas a la enseñanza .Tal es el caso, por ejemplo, de don Héctor Fernández Provoste, con quien tuve la experiencia de iniciarme tímidamente, como corresponde a un no especialista, en la teoría económica moderna, cuando en otras escuelas aún se repetía el texto del señor Marshall, casi idéntico al curso que dictara el profesor M.A.Batbie en la Facultad de Derecho de París entre 1864 y 1865…

La educación es y será siempre información y formación y estoy cierto que, en la otra escuela pudo ser inferior la información a la que ahora se entrega en las aulas universitarias, pero también estoy convencido que la mayoría de los profesores de entonces, con su clara vocación por enseñar y con su moral sin relativismo nos ayudaron muchísimo en la difícil tarea de formarnos como personas.

                                                                                                 Mario Alegría Alegría

 

Publicado en El Mercurio en 30 de Marzo de 1998

42. PERSONAJES INOLVIDABLES.

 

Cuando se ha vivido largo tiempo, y con algo de suerte en su relación con las personas, es más propio hablar de personajes inolvidables, que de «mi personaje inolvidable» como se titulara una larga serie de artículos del «Reader’s Digest». En mi caso, uno de ellos fue don Vicente Sesnic Carevic, que fuera oficial primero de uno de los Juzgados del Crimen de Valparaíso. Y creo que si leen esta nota los estudiantes de derecho y los abogados de mi juventud que le conocieron, coincidirán conmigo en que don Vicente fue un verdadero maestro, sin tener ni el título de abogado ni el de pedagogo, pero sí la profunda calidad humana y la honradez sin mácula del verdadero servidor público y de la justicia.

Alguna vez he recordado en estas notas a jueces y ministros cuya ejemplar trayectoria los hacen acreedores a nuestro respeto y reconocimiento en una época en que la relatividad moral y el snobismo, hacen parecer como antigualla la honorabilidad funcionaria. Ahora he querido recordar a un funcionario del escalafón de empleados subalternos del poder judicial a los que el lenguaje común llama, en general, actuarios.

Cuando yo conocí a don Vicente era ya oficial primero del Juzgado, es decir, subrogante legal del secretario. Debe haber tenido unos cincuenta años, más bien alto, siempre con un sombrero ligeramente ladeado, único signo de varonil coquetería que se permitía y con un cigarrillo a medio apagar en la comisura labial, el que siempre proveería de abundante ceniza a su chaqueta, la que no se cuidaba de sacudir. Más bien callado, casi silencioso, bueno para escuchar y sacar sus conclusiones antes de expresar su opinión, era él el texto de consulta de todos los egresados en práctica en lo criminal y de algunos abogados honestos que se contaban entre sus amistades.

Poseía don Vicente, ese sentido común que es tan poco común entre los humanos y que, en el fondo impregna las instituciones del derecho. Por eso su criterio resultaba tan equilibrado y su juicio tan certero, y se caracterizaba además, por una diáfana bondad que cuidaba de ocultar bajo una apariencia de severidad. Dotado de gran memoria, manejaba al dedillo los fallos del Juez de su Tribunal, que por muchos años lo fuera don Onofre Barría y las sentencias de la Corte de Valparaíso y los articulaba con singular facilidad para dar sustento a su consejo desinteresado y fecundo.

¿Cuántos de los que lo conocieron cuando estudiantes y, después, como abogados no recurrimos a él para escuchar su opinión?.

A los pocos años de conocerlo debí verlo y tratarlo con frecuencia, siendo yo secretario de uno de los juzgados que compartían el antiguo edificio de la calle Independencia donde ahora se construye una multitienda. Talvez por eso se encuentra en mí tan vivo el recuerdo de don Vicente, llegando temprano al juzgado con un sombrero ladeado y su colilla a medio apagar, pero también por las muchas veces en que tocándome subrogar al juez, y enfrentado a un problema de difícil solución para mis conocimientos de novel abogado, cruzaba el hall del edificio para ir a consultarlo.

Yo lo hacía sin mucho recato, porque aprendí pronto que conversar con él recurriendo a su experiencia, su memoria y su innata percepción de los alcances del derecho, tal intercambio de opiniones; estaba a buen recaudo y celosamente custodiado por la firme discreción de don Vicente. En esas ocasiones como siempre, nunca quiso hacer ostentación de sus conocimientos y, por el contrario con la mayor modestia, después de escuchar la relación de los hechos me confidenciaba que en un caso como ese, en la causa tal o cual, don Onofre u otro juez de los que actuaban en el edificio habían resuelto tal cosa y que la Corte había confirmado, o que, al revés, cuando se había resuelto tal cosa en primera instancia, una de las salas de la Corte había revocado la resolución y al final, como al pasar, aún se atrevía a agregar que había visto en la Gaceta o en la Revista de Jurisprudencia que en ese punto de derecho había opiniones divididas, pero que él creía que tal o cual de ellas serían de más precisa aplicación al caso.

Nunca salí de esas conversaciones ni con las manos ni con el corazón vacío, porque en muchas ocasiones, cuando era propio dudar, él recordaba en una corta frase el principio «pro reo».

Don Vicente nunca fue un hombre de fortuna ya que los sueldos de la justicia y para los empleados subalternos en particular nunca han sido buenos, y porque en un medio en que es cómodo deslizarse por la pendiente del dinero fácil, él fue un incorruptible, un hombre de clara y tranquila conciencia a pesar de las muchas necesidades de una farmilia numerosa.

Si don Vicente hubiere pasado por las aulas universitarias y dedicado su vida al servicio de la justicia como lo hizo, estamos ciertos que habría llegado a los más altos cargos de la judicatura. Tenía todas las cualidades necesarias para ser un gran juez, talento, honestidad, espíritu de sacrificio y de entrega a la comunidad, sabiduría y bondad.

La vida no le dio la oportunidad pero, desde un cargo relativamente modesto del escalafón, hizo más de lo que normalmente se exige a alguien allí situado y por eso, se comportó, sin buscarlo, como un modelo para el servicio. Mientras él se desempeñó en el cargo, lo que hizo hasta pocas semanas antes de su muerte, todo el personal de Secretaría del Juzgado, de su Juzgado, fue excepcionalmente eficiente y honorable.

Es evidente que a ello contribuyó también un gran juez como lo fue su jefe, pero también debió servir su ejemplo y guía diario para el personal subalterno.

Así como las malas prácticas se contagian, los buenos ejemplos cunden y reemplazaría a don Vicente, otro funcionario de lujo, egresado de derecho y después abogado, Luis Poblete Draper. Siguió las aguas del maestro y sirvió el cargo con muchas de las buenas cualidades de don Vicente y murió como Secretario Judicial, después de un periplo ajeno a la función judicial.

Son ellos: personajes inolvidables para Valparaíso.

                                                                                             Mario Alegría Alegría.

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso, el 24 de Marzo de 1998

39. LOS CABALLEROS Y EL HUMOR.

 

En la década de los 40 entre las grandes notarías de Valparaíso se contaba la de don Jorge Alemparte Marckmann, cuyo hijo, mi compañero en la Universidad tendría igual oficio en esta ciudad hasta hace pocos años.

El señor Alemparte Marckmann, a quien conocí por varios años en la actividad y con la apreciación de un novel estudiante de derecho, había logrado su amplia clientela basándose en las virtudes propias de un ministro de fe. es decir buen humor, pero seriedad en sus actuaciones, y amabilidad, pero también capacidad para decir «no» cuando correspondía y, sobre todo, en su caballerosidad a carta cabal, la que resulta bastante difícil de definir, ahora que antes de clasificar a las personas se acostumbra echar un vistazo a su estado de situación bancaria.

Tuve la suerte de conocerlo en su entorno familiar junto a su esposa, sus hijas Manuela y Florencia y, desde luego, nuestro compañero de estudios, su hijo Jorge. Mi carta de presentación fueron mis apuntes de clases de derecho civil del profesor Sergio Fuenzalida Puelma, anotaciones que, antes de la fotocopiadora, se aprovechaban para estudiar en pequeños grupos, cuando eran suficientemente claros. considerando la dificultad de duplicarlos.

Con Jorge y Hugo Onetto formamos un equipo. y en los días previos a los exámenes, alojábamos en la hermosa casa de los Alemparte en el cerro Castillo, gran mansión con largos pasajes entre flores y plantas, cuyo cuidado era la gran afición de don Jorge.

Pero, hasta en el tiempo de nerviosismo y premura de los exámenes, se cumplía en esa casa un rito familiar ya olvidado, la conversación de sobremesa, presidida por el «pater familae», con liviandad no exenta de ideas interesantes y matizada con los recuerdos y anécdotas propias de quien ha vivido cabalmente su existencia.

Don Jorge era un gran conversador, liviano, poético, y además con excelente humor.

En este último aspecto quiero destacar que contaba con fruición y con una risa que hacía chispear sus ojos azules, la que consideraba una exacts descripción de su físico. Era don Jorge de corta estatura, más bien entrado en carnes y con su cabeza, blanca en canas, un poco metida entre los hombros.

Nos contaba que, inicialmente. había seguido la carrera judicial en el escalafón primario, es decir, el de los secretarios, jueces, relatores y ministros, fuera del escalafón de los notarios, y que en una ocasión en que se trataba de proponerlo para el cargo de relator en la Corte de Apelaciones de Temuco, desconociéndolo algunos de los magistrados, alguien que sí lo conocía les recordó su figura diciéndoles que era «ese secretario pachachito y cabezón», con lo cual todos se dieron por enterados y lo nombraron.

Qué gran cualidad es ser capas de gozar con una ocurrencia ajena, divertida pero no agraviante y que. sobre todo no ofendía la capacidad intelectual ni los atributos morales de su persona.

Hoy con tanto personaje solemne y engolado que llena las páginas de vida social y política de diarios y revistas y de la televisión, echo de menos a ese gran señor a quien no preocupaban su estatura ni su grande y bien provista cabeza.

Cuando don Jorge jubiló y dejó el cargo que sirviera con tanta prestancia Por largos años, al parecer decidió que era el momento de encontrarse en plenitud con la belleza de la naturaleza, para la que se hacía estrecha su casa del Cerro Castillo.

Compro entonces una quinta en Reñaca y se dedicó a cultivar plantas y flores en un gran vivero natural, seguramente reencontrando en la poética belleza de gladiolos, rosas, crisantemos, filodendros, copihues y tantas otras especies, el goce de su espíritu, el mismo que derramnó en sus chispeantes conversaciones de sobremesa, que son de mis mejores recuerdos de una ciudad y de una suciedad que fue «de otra manera», indudablemente mejor para facilitar a convivencia y la buena voluntad entre las personas.

                                                                                                                        Mario Alegría Alegría

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso, el 4 de Abril de 2002