55. EL JUEGO DE LAS LEALTADES.

 

Las sociedades anónimas se parecen un poco a las democracias tradicionales en cuanto que, así como en estas últimas, el depositario de la soberanía, se considera el pueblo, en las sociedades anónimas, la asamblea de accionistas es la que se encuentra investida de las más importantes y a veces únicas facultades y es, así mismo, la que designa los directores.

El directorio pasa así a ser hechura de la asamblea o junta de accionistas y debería a ésta su máxima lealtad. Los directores tienen tal calidad porque han obtenido el voto de un número mayoritario de accionistas.

El directorio, encargado de diseñar y ejecutar las políticas de la empresa, no pudiendo encontrarse en permanente reunión, ni siendo útil la discusión de cada una de las medidas que pongan en ejecución las políticas, las entregan a uno o varios gerentes, que son los ejecutivos de la sociedad anónima y sus representantes legales. Así el art.Nº 31 de la Ley sobre Sociedades Anónimas dispone que «La administración de la sociedad Anónima la ejerce un directorio elegido por la junta (asamblea) de accionistas».

De este modo, se estructura algo así como un parlamento y un ejecutivo elegidos directa o indirectamente por los accionistas, grandes o pequeños que son los verdaderos dueños de la empresa.

Pareciera, de este modo, que la primera lealtad de los directores es para los accionistas y la de los ejecutivos para este mismo directorio que los designó y para los accionistas como dueños de la empresa. Estas podrían llamarse lealtades objetivas en cuanto corresponden o son relativas al objeto en sí, la sociedad anónima, y no a nuestro modo de pensar o sentir.

Pero, sin perjuicio de estas lealtades objetivas, los seres humanos debemos lealtad a nuestra propia conciencia aunque esto pareciera una redundancia, porque «lealtad es el cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor y hombría de bien» (Diccionario de la lengua española).

Sin embargo, en estos tiempos de relativismo moral pareciera que las certezas de ayer son añejeces que se echan al canasto con mucha frecuencia y más cuando se asciende en la escala socioeconómica.

Los fines justifican los medios y «Las leyes de la fidelidad y del honor» que cabalgaron a la grupa del Caballero de la Triste Figura, no las recogió Sancho cuando cayeron en el combate contra los molinos de viento.

La triste realidad es que muchos de nuestros caballeros de hoy más jinetes del asno de Sancho que del endeble Rocinante, no llevan a la grupa ni han leído los libros de Caballería que quitaron el sueño y el buen entendimiento a don Quijote.

Tienen eso sí una nutrida biblioteca de libros de administración y economía que llevan en su alforja a extranjeras tierras cuando llegan en plan de conquista haciendo cierto que la economía se globaliza, y que Chile puede darse el lujo de exportar capitales y el «know how» para administrarlos.

El momento que dedicamos a esta reflexión se justifica por el tropiezo de un gran negocio que puso en evidencia la falta de lealtad de algunos directores, de esos altos ejecutivos que quisieron, alguna vez, ser modelos de la América Morena y que han demostrado que relativizaron la moral hasta el punto de tener por cierto que la lealtad es un concepto que no tiene definición conocida ni usos prácticos en los libros que leyeron y que le permitieron adquirir grados y postgrados, para elaborar curricula de éxitos y adquirir grandes fortunas, pero no para ser considerados simplemente corno hombres de bien.

                                                                                                            Mario Alegría Alegría

Publicado en el diario El Mercurio de Valparaíso el 6 de noviembre de 1997

53. CAPITALISMO Y GLOBALIZACIÓN.

Si Carlos Marx resucitara, se encontraría en el mundo actual con varias sorpresas. Por una parte que la praxis había destruido las bases del socialismo y, por la otra, que la fase superior del capitalismo ya no era el imperialismo, sino la globalización como forma de aumentar las ganancias y el poder del capital, y que la única potencia realmente imperialista, los Estados Unidos, se mantenía como el gendarme ya no sólo de América, sino de todo el mundo.

Si hubiera de alternar con los economistas actuales, asistiría a sus reuniones entendiendo bien poco de lo que discutían. Las categorías por él conocidas de relaciones de producción, estructuras y superestructuras sociales y la lucha de clases entre obreros y burgueses, ya no estarían en la orden del día.

Por el contrario, oiría hablar de la asignación de los recursos por el mercado en vez del estado, de aldea global, de sinergias, fusiones y Opas y le costaría creer, acostumbrado como estaba a las «modestas» fortunas de los Rothschild que un señor Bill Gates, tuviera ahora, en bolsa, valores equivalentes o mayores que el producto interno bruto de un país de 15 millones de habitantes como Chile.

Las cavilaciones del sociólogo alemán serían parecidas a las del hombre de la calle en el Chile de hoy, que trata de entender lo que ocurre a un país que crecía al 7 por ciento anual y se consideraba modelo de la nueva economía para los países que aspiraban al desarrollo y que ahora ostenta un desempleo de más del 10 por ciento, un claro estancamiento del gasto y un crecimiento bajo sustentado solamente en un sector exportador beneficiado por precios favorables de la coyuntura, todo ello, no atribuible a la falta de expectativas positivas para los inversionistas.

Seguramente puede hacerse un análisis mucho más fino de las causas de fondo de la actual coyuntura, pero para los no especialistas que observamos el acaecer diario, los problemas de Chile son estructurales y comunes en el proceso de globalización que, a nivel interno, se expresa en las fusiones de empresas en busca de «sinergias», término que los economistas pidieron prestado a la fisiología y que produciría, según ellos, en el caso de las fusiones, atendidas determinadas variables, el efecto que de sumar dos y dos resulten 5 en vez de 4.

Para los testigos profanos que observamos el efecto de las fusiones sobre el empleo, el resultado de una fusión es simple; 2 más 2 resultan 3 y no 5.

Y pruebas al canto: hemos sido informados de que, como consecuencia de una de las últimas fusiones en nuestra región, una empresa que da ocupación a casi mil personas, desahuciará al 100 por ciento del personal y recontratará al 50 por ciento con rentas inferiores en 30 por ciento a las que ahora perciben.

Si así ocurriera, es obvio que aprovechar esta «sinergia» significa que quinientas familias perderán la seguridad del sustento, quizás por cuanto tiempo, y los otras quinientas deberán reducir sustancialmente su consumo.

Este es un efecto conocido por las experiencias de las fusiones de las AFP, de los bancos y de diversas empresas manufactureras y de servicios. Como se trata de un proceso en marcha, difícil resulta pensar en la creación de verdaderos empleos que los sustituyan.

Por ahora, parece imposible detener el proceso de globalización, pero en algún momento, no sólo los gobiernos, sino las empresas tendrán que concluir, como ya lo han hecho el Papa y otras personalidades mundiales, que el actual sistema económico no puede seguir olvidando que hombres y mujeres no somos solamente consumidores, sino seres humanos con derecho a la dignidad que confiere el trabajo.

                                                                                                                             Mario Alegría Alegría

Publicado en el diario El Mercurio de Valparaíso el 15 de noviembre 2000.

52. PERCEPCIONES DE LAS CRISIS.

Nuestro país ha sufrido en las últimas décadas los efectos de tres grandes crisis mundiales, sin contar con las relativamente menores del petróleo y el «tequilazo» de México: la del año 29 cuyos efectos se sintieron en Chile entre los años 30 y 32; la especialmente financiera del 82 y 83 y la actual crisis llamada asiática por su origen en los países de esa área.

Todos responden a un esquema común en el sentido que son consecuencia de depresiones mundiales del consumo que afectan más gravemente a los países exportadores como el nuestro que no poseen un mercado interno amplio para acelerar la recuperación.

Sin embargo, las condiciones para afrontar estas crisis han sido muy diferentes desde el punto de vista Chile-país. En 1930/32 el Estado tenía un fuerte endeudamiento externo y reservas de divisas y oro mínimas, de modo que hubo que restringir las importaciones y sustituirlas por lo que existiera en el país como el gas pobre en vez de la bencina en los vehículos motorizados, miel de abejas en vez de azúcar, remiendo más que reparación o cambio de los neumáticos, etcétera, y, lo que fue aún más grave, ocurrió con la suspensión de pagos de la deuda externa que impidió por largo tiempo a nuestro país el acceso al crédito internacional.

La crisis del 82/83, que especialmente afectó el sistema financiero, costó al Estado unos cuatro mil millones de dólares para evitar su colapso total. La deuda externa se renegoció varias veces y se evitó la cesación de pagos del país.

La crisis actual encuentra a Chile con una deuda externa manejable en la que el Estado es responsable sólo de una cuota pequeña, las reservas del Banco Central bastarían para financiar un año o más de las importaciones, dependiendo del ritmo de la recuperación, y el déficit fiscal de este año debería alcanzar a no más del 2 por ciento del producto.

Esta es la percepción de los políticos, de los candidatos y de los financistas, pero ¿cómo percibe las crisis el común de los chilenos?

En la crisis de los treinta, largas colas de cesantes esperaban su turno para recibir una ración de comida en las llamadas «ollas del pobre», y a los predios agrícolas, según su cabida y ubicación, el gobierno remitió grupos de desempleados de las salitreras para que se les diera de comer, a cambio del trabajo que fueran capaces de realizar. En la crisis de los 80, el PEM y el POJH nos daban la visión de un país empobrecido incapaz de dar a sus ciudadanos más modestos ni siquiera lo indispensable a cambio de su trabajo. En la crisis actual lo que nos da la tónica de su verdadera profundidad son los cesantes de la construcción que, limpios y ordenados, se acercan a los autos con un cartel proclamando su falta de trabajo y pidiendo ayuda para dar de comer a su familia.

Para los cesantes del 30, del 80 y de la hora actual, no importan las cifras de la macroeconomía, sino únicamente que les falta el pan para sus hijos y la satisfacción de tener el trabajo a que están acostumbrados.

Hay, sin embargo, una diferencia entre 1930 y 1999 en la percepción del chileno cesante y que es especialmente peligrosa para la estabilidad social. En 1930 no existía el actual desarrollo de los medios de comunicación ni la televisión para mostrarles que hay chilenos a quienes las crisis no les afectaron ni les afectarán en el futuro previsible, que pueden mantener sus hábitos consumistas y que no vacilan en exhibir su despilfarro.

Bien valiera, en estos momentos, no esperarlo todo de las medidas fiscales, sino también de una auténtica solidaridad nacional, esa que sólo aparece en Chile ante las grandes catástrofes telúricas que lo han afectado en el curso de su historia. Esta también es una conmoción propia de la tierra, ya que alcanza a la conciencia de los actores que puedan colaborar en la reactivación de la economía.

                                                                                                                Mario Alegría Alegría

 

Publicado en el diario el Mercurio de Valparaíso el 10 de agosto de 1999.