56. EL GATO EN LA BUHARDILLA.

 

 

En nuestro hogar no hay gatos. Nos basta con dos ovejeros que siempre nos reciben con muestras de cariño y que nunca morderán a nuestros nietos aunque alguno de los más pequeños pretenda cabalgar sobre ellos. Los gatos en cambio son un poco como los humanos, hay que congeniar con ellos y exponerse un poco a sus manifestaciones de desagrado y hasta a sus rabietas, sin contar con el espíritu aventurero y de pandilla que desarrollan en el mes de agosto en que turban la quietud nocturna de los tejados. Tampoco somos sus enemigos, y es común que algún minino vagabundo que recorre el barrio aproveche el calor del escape del auto para dormir de día o de noche según sea su placer. Nos basta con hacer sonar las palmas para salvarlos del riesgo de atropellarlos y despejar nuestra salida.

Esto fue así hasta la semana pasada, porque una de sus noches me despertó un ruido en la buhardilla y como acostumbro hacerlo, a pesar de las prevenciones de mi mujer, salí a investigar la causa. No era otra que un minino blanquinegro que al observar mi presencia saltó por un ventanuco que ventila el sector, sobre el tejado, del que los gatos siempre han sido dueños y señores. Cerré la pequeña ventana y di por superado el incidente.

Sin embargo, cuando un gato mete la cola, siempre habría que esperar que también lo haga el diablo según acusa el refrán. Lo cierto es que el fin de semana llegó a alojar uno de mis hijos con su familia, vale decon su cónyuge, seis niños y la nana. Siempre estamos prevenidos estas operaciones Daysy al revés, y se prepararon las tres camas dispuestas en la buhardilla para igual número de nietas.

Todo marchó bien hasta que una de ellas descubrió al mismo gato blanquinegro, paseando por el ático como por su casa, con mucha alarma y poca simpatía, ya que en su hogar también se prefiere a los perros. Esta vez mi mujer quiso repetir mi exitosa operación, subió, golpeó las palmas, el minino salió del rincón donde se había refugiado y saltó hacia la ventana, la cual, para su desconcierto, estaba cerrada. Se golpeó contra ella y, entre adolorido y furioso, corrió a esconderse en un rincón bajo una cama bufando y gruñendo amenazadoramente.

Con esto, el cuadro se complicó y fue ocasión para reunirse y preparar un plan o programa para hacer salir al gato, sin lastimarlo ni ser lastimados ya que su actitud no era para bromas. El equipo parecía temible: dos ingenieros, un abogado, una dueña de casa y una «nana» con larga experiencia y los tres nietos mayores en situación de colaborar. Se «diseñaron» las tácticas a usar, desechando algunas como la propuesta de uno de los nietos de meter los perros a la casa para espantar al gato costara lo que costara.

 Se decidió al fin por un sistema de «persuasión» que no lastimara al gato y de defensa de los ejecutantes con sábanas y guantes protectores por si el minino sacaba a relucir sus instintos anteriores a la domesticación.

Se le abrió el ventanuco y asimismo la puerta de calle para que saliera y se cerraron las demás habitaciones, se corrieron catres y colchones y el minino salió de su escondite, indeciso entre trepar por el ventanuco, que le traía malos recuerdos y bajar corriendo hacia la calle. Tomó la última decisión y corrió. Pero no salió hacia la calle, si no que se refugió en un rincón de una alacena en la cocina.

El problema se trasladó. Ahora se le abrieron como rutas de escape ambas puertas hacia el jardín y hacia el antejardín. La primera opción podía asociarla a nuestros perros, pero la segunda, a la tibieza del motor del auto y, en eso confiamos. Nueva batahola y nueva carrera del minino, esta vez.., de nuevo a su rincón en la buhardilla.

A todo esto ya teníamos un lesionado en nuestro grupo, mi hijo se había hecho un doloroso pelón en la espinilla al golpearse en la empinada escala hacia el altillo.

Ya no quedaban muchas alternativas, saqué fuerzas de flaqueza y algún coraje de reserva y enfrenté al minino, ahora tan asustado como yo, en el centro de la buhardilla. Esta vez tuve éxito, porque el gato miró al ventanuco abierto, al parecer se convenció que lo estaba y saltó hacia su campo de acción, el tejado. Cerramos el ventanuco y el capítulo, pero nos quedamos, curando al lesionado con el botiquín casero y comentando lo ocurrido y sacando conclusiones.

En nuestra casa nadie odia los gatos, y, a lo mejor un platillo de leche tibia habría bastado para tranquilizarlo y que saliera en brazos de alguno de nosotros, pero lo cierto es que nuestra ignorancia en materia gatuna nos expuso y expuso al animalito a un considerable stress innecesario.

El incidente, divertido a la distancia, me lo trajo a la mente la información que entre los 600 funcionarios del Ministerio de Educación, había decenas de abogados y de ingenieros que, naturalmente saben mucho en sus especialidades pero poco de educación. Igual parece ocurrir en el Ministerio de Salud, donde los programas los diseñan y ejecutan más ingenieros que médicos y en las municipalidades donde simplemente sobran cientos de funcionarios que nunca supieron nada de administración municipal pero que fueron contratados en pago de cuotas políticas y en el reparto que los partidos efectuan al llegar al poder. Al Serviu le penan cuarenta mil casas mal construidas que se pasan con el agua de las lluvias y que se agrietan con los temblores y así podríamos hacer una lista casi interminable.

Tanta gente que nada sabe de nada o que tanto sabe de otras cosas, tantos servicios públicos que tienen el problema del gato en la buhardilla y no saben cómo resolverlo, mientras viven a costa de los contribuyentes.

¿Cuantos gatos en la buhardilla tienen los servicios públicos en Chile, a pesar de sus miles de profesionales que en su mayoría ocupan una cuota de su partido y que no saben de los problemas que permanecen sin solución, a pesar del aumento de los presupuestos?

La jornada única escolar, la atención hospitalaria y en los consultorios, la falta de control de calidad de las viviendas y la corrupción, ¿no son otros tantos gatos en el ático, que el Gobierno no sabe cómo manejar…?

 

Mario Alegría Alegría

 

Publicado en el diario El Mercurio de Valparaíso el 25 de noviembre 1997.

47. TIERRA DE NADIE.

En las guerras y especialmente durante el periodo de los frentes estáticos en la Primera Guerra Mundial y en la Segunda hasta el flanqueo de la línea Maginot al comienzo de la acción relámpago desatada por Alemania para ocupar Francia, el espacio entre las líneas de fortificaciones o trincheras, se llamaba tierra de nadie.

Esa zona fue siempre la más peligrosa porque, adentrarse en ella, suponía exponerse a todos los riesgos, incluso al propio fuego desde sus lineas si se confundía la patrulla pensándola ajena.

En el mundo actual cada vez con mayor frecuencia se producen estos espacios en que el estado no ejerce efectivamente soberanía, con la diferencia que ahora sus zonas de territorio en que no se aplica la ley, se encuentran pobladas ya sea que se trate de las zonas periféricas de las grandes ciudades o las regiones boscosas de la Araucanía en Chile.

En nuestro país se han multiplicado las tierras de nadie, en que el Estado no consigue proteger a sus ciudadanos ni de la extorsión, ni del trafico de drogas, ni de la violencia, o en las que, existiendo fuerza pública presente y en proporción adecuada, se le ordena permanecer pasiva ante la transgresión de la ley. Equívocamente los poderes públicos piensan que la postergación de problemas que debió resolver el Estado, lo obliga ahora a cruzarse de brazos frente a los desmanes de los afectados y más que de ellos, de los violentistas infiltrados.

Aún cuando no llegamos todavía al extremo de México o Colombia en que se abandona por el Gobierno incluso la esperanza de restituir el imperio de la ley en ciertas zonas o en que se entregan 42 mil kilómetros cuadrados del territorio, al control absoluto de líderes alzados contra el orden jurídico y contra el propio Estado, lo cierto es que, el común de los chilenos, pensamos que nuestros problemas de seguridad y la aplicación efectiva de la ley como corresponde en un estado de derecho se están escapando de las manos del Gobierno, con todas las consecuencias que ello supone.

Pareciera haber conciencia que la tarea de reestablecer la autoridad se abordó tardíamente, por temor a resucitar fantasmas del pasado, pero la democracia tiene medios para defender el orden institucional cuando hay la decisión necesaria, sin transgredir la constitución ni las leyes.

Creemos que en esta tarea debe también colaborar la gran mayoría de la población acosada por una minoría decidida y violenta. Pero para asumir, incluso la auto defensa, es necesario estar convencido del respaldo total del sistema jurídico, y la opinión pública en este momento no está en absoluto segura del apoyo franco que significaría aplicar cabalmente la ley por el Gobierno y por los tribunales.

En efecto, los periódicos y la televisión nos muestran altos funcionarios de gobierno agredidos físicamente, carabineros heridos a bala por los maleantes o quemados por las bombas molotov lanzadas desde recintos universitarios y a los tribunales actuando en algunos casos en las zonas en conflicto, sin el necesario compromiso y celeridad.

Hoy y desde hace algunos años, nuestro equívoco triunfalismo se ha transformado en una quejosa debilidad y pesimismo, es decir, pasamos de la euforia a la depresión y eso en momentos previos a las elecciones presidenciales. En estas circunstancias, sería peligroso pensar que la única solución es votar por uno u otro candidato, porque las frustraciones serían fuente de mayores conflictos.

Cierto es que como las personas, los países crecen y también sus problemas, pero hoy el Estado tiene mayores recursos jurídicos y materiales y la información suficiente para poder actuar con oportunidad y decisión para enfrentarlos con mayor eficacia y dentro de los recursos disponibles.

Cuando la mayoría de los chilenos advierta que las autoridades actúan con eficiencia y honestidad y que los funcionarios se sientan orgullosos de ser servidores públicos antes que delegados políticos, también se decidirá a hacer su parte para que en Chile desaparezcan las tierras de nadie entregadas a la delincuencia y a a violencia, desatadas al margen de nuestro proclamado estado de derecho.

                                                                                          Mario Alegría Alegría

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso en 31 de Agosto de 1999

40. ¡TODOS SOMOS CAMARADAS!

 

Según el diccionario de la lengua, en una de sus acepciones: «camarada es el que anda en compañía de otros, tratándose con amistad y confianza,.» El sentido profundo de ese término lo entendí siendo niño Y mientras pasaba mis vacaciones escolares en el puerto sureño de Corral, en ese entonces sede de una pequeña, pero influyente colonia alemana formada por los Ingenieros y Técnicos de la Demag, que habían dirigidos la puesta en marcha de los altos hornos base incipiente de nuestra industria siderúrgica. Faltaban solamente meses para que se iniciara la Segunda Guerra Mundial y llegó en visita de varios días el «Schlesien» antiguo acorazado de la Marina Alemana, transformado en buque escuela.

La ciudad, entonces con apenas siete mil habitantes, se vio invadida por cientos de jóvenes oficiales, suboficiales y tripulantes de la nave que fueron agasajados por los alemanes y sus descendientes y por buena parte de los chilenos residentes que simpatizaban con Alemania. Se sucedieron las fiestas en tierra y las invitaciones a visitar la nave. Yo acudí junto con un amigo un poco mayor de ascendencia alemana y gracias a su interpretación directa pude averiguar acerca del buque y su tripulación.

Las acomodaciones de la nave eran diferentes según se tratara de oficiales, suboficiales o tripulantes; y le preguntamos a los jóvenes suboficiales que oficiaban como nuestros anfitriones, en torno a una mesa en la cual campeaba una enorme vasija con cerveza, cómo eran las relaciones entre unos y otros y ellos respondieron sin vacilar, con gran franqueza y casi me atrevería a decir, con sana y contagiosa alegría: que en esa nave alemana había oficiales y tripulantes porque así lo exigía su mejor manejo y eficiencia y agregar casi a coro: ¡pero todos, todos somos camaradas!.

Esos buenos camaradas fueron a la guerra ciertos o equivocados, pero unidos por sus ideales y por su amor a la patria germana. Seguramente, muchos de ellos al iniciarse la guerra desembarcaron del viejo acorazado y se distribuyeron en la flota alemana de superficie y submarina, y murieron al lado de uno de sus «camaradas» alguna vez reunidos en torno a una mesa en el antiguo Corral. Es decir, todos vivieron y murieron luchando codo a codo con sus camaradas en una guerra que creyeron justa, sin más privilegio que entregar sus vidas o su salud, por la gloria de su patria.

El recuerdo de esos hechos, que alguna vez ilusionaron mis pensamientos adolescentes, me vino a la mente al leer las declaraciones de un representante del parlamento chileno que procurando excusar las conductas impropias de sus correligionarios. Declaró como corolario de sus disculpas:»¡ Al fin y al cabo, todos somos camaradas!»

La verdad es que al confrontar automáticamente ambas situaciones, se me hizo evidente la obscenidad de la última afirmación. En efecto, mientras los unos invocaban la camaradería para sacrificar sus propios destinos y su vida a la patria, estos «camaradas’ chilenos aparentemente la usan para excusar a sus correligionarios de haber entrado a saco en el patrimonio de las empresas públicas chilenas, es decir en aquéllas que se formaron y mantuvieron con los impuestos que hasta el más modesto de los chilenos paga al comprar el pan de los suyos.

La justificación podría calificarse de paradojal si no fuera porque trasciende el absurdo, para convertirse en convocatoria para todos los funcionarios de estas empresas a adoptar conductas similares, si cuentan con el respaldo del partido político del representante que, de modo tan singular, entiende la camaradería.

Que triste es que estas conductas ocurran en un sector político que nació a la vida pública formado por una elite de jóvenes idealistas que buscaban acercar el pensamiento cristiano a la acción política y que soñaron con una sociedad más justa y honesta. Hay demasiados hombres intachables en la vida de ese partido para que la actual generación no sienta la obligación de seguir su ejemplo y de limpiar su casa expulsando a los que actuaron, quizás de acuerdo con la ley, pero no con la moral y también a los que justifican esas conductas en los «camaradas» del partido, sobre todo cuando estos ostentan cargos de dirigentes regionales o nacionales.

Si eso ocurre, seguramente, los que se vayan serán reemplazados por jóvenes que, en mucho mayor número querrán sumarse a la construcción de un verdadero orden social más justo encantados con la misma visión idealista que constituyó la fuerza esencial de la Democracia Cristiana al nacer a la vida política como Falange Nacional.

 

Mario Alegría Alegría.

Publicado en El Mercurio de Valparaíso,el 9 de Febrero de 2001