77. LA OTRA RIQUEZA.

En los últimos días, se han conjugado tres hechos que constituyen el motivo de esta reflexión: 1) El Presidente de la Bolsa de Comercio de Santiago don Pablo Eyzaguirre, solícita públicamente a] Gobierno que «haga algo» frente a la baja de precio de las acciones: 22% en lo que va corrido del año y un tercio aproximadamente de su valor en los últimos meses. 2) En un articulo aparecido en el Diario Financiero del 17 de febrero pasado don Reinaldo Sapag Chain, declara honesta y francamente que como accionista popular de los Bancos de Chile y de Santiago, sin pagar un centavo tiene en esa fecha aproximadamente $30.000.000 en valor bursátil, además de $4.000.000 que le produjo la venta de las acciones liberadas capitalizadas por el Banco de Chile, sin contar que desde 1987 en adelante pudo descontar el 20% del valor de sus acciones en su declaración anual de renta y 3) que, en nuestro personal caso, $60.000 que debimos pagar hace 8 años paro obtener la conexión de nuestra casa a la red eléctrica, se han transformado en unos $2.000.000, como consecuencia que se nos dieron en esa ocasión, acciones de la empresa que entretanto ha dado crías y dividendos, aunque tal vez debiéramos quejamos por la «pérdida» de aproximadamente $1.000.000 por la caída de los precios en la bolsa los últimos meses.

El señor Eyzaguirre, afortunadamente no recibió apoyo del señor Ministro de Hacienda quien expresó que los accionistas debían hacer la pérdida en estas situaciones de coyuntura; el señor Sapag, con mucha honestidad se preguntaba si tienen motivo para quejarse los capitalistas populares por una eventual limitación de un dominio adquirido en forma tan especial, prácticamente como donación y yo me pregunto si deberla, haciendo uso del derecho de petición que me garantiza la Constitución, pedir al Ministerio de Hacienda que me devuelva el $1.000.000 que «perdí» por la baja de acciones que costaron $60.000 hace 8 años.

La verdad es que el mundo de las finanzas es un intríngulis difícil de entender. Por ejemplo, ¿cómo podría explicarse un modesto obrero o una empleada de comercio que un accionista popular de los medianos como el señor Sapag, haya ganado sin trabajar, y sin rieso, lo que puede ser para él o ella el ingreso de toda una vida de trabajo?.

¿Podría alguien explicar a un modesto imponente de una AFP que su pensión de jubilación probablemente sea menor el año próximo por la baja de un mercado en que inversionistas extranjeros y nacionales hicieron cuantiosas utilidades en los últimos años? ¿Que explicación razonable pueden dar nuestros economistas que pronosticaron un aumento moderado» del 15% del valor de las acciones en el mercado nacional durante 1995?

Como siempre no faltarán las excusas: que el colapso de la economía mexicana (que cualquiera pudo prever, considerando el déficit de balanza comercial y de pagos de ese país de los dos últimos años); que la mini-guerra con muchos muertos que libran Peru y Ecuador; que el tensor de un descalabro por no decir derrumbe de la economía argentina, tanto o más previsible que el de México y que el colapso del dólar (un pata con un déficit fiscal de 200.000 millones de dólares durante los últimos diez años y con un défidil de balanza comercial parecido).

Tal vez sea, bueno recordar nuestro pasado histórico no tan lejano para reconocer la verdadera riqueza de la otra, la falsa, la que se adquiere sin trabajar y se derrocha como ahora en un alarde de consumismo que debiera avergonzar a un pals con un tercio de su población que carece de medios para subsistir en forma digna.

Vale la pena releer los «Recuerdos del viejo Almendra? de Edwards Bello para saber cómo la especulación bursátil en los primeros años de este siglo hizo fortunas en pocos días que no quedaron en Chile sino que se dilapidaron en el extranjero. Más cerca en el tiempo invito a los lectores a recordar las acciones de sociedades anónimas, que se emitieron entre 1929 y 1930 en Chile para hacer prospección y explotar yacimientos de petróleo inexistentes.

Más adelante aún les recordarla el segundo periodo de la Presidencia de don Carlos Ibáñez del Campo y la febril especulación que llevaba a los clientes de la bolsa a tomar préstamos a interés del 10% mensual para seguir especulando. A quienes tuvieren dudas los invito a revisar un expediente del 3er. Juzgado del Crimen de Valparaiso, de esos años, iniciado por el autor de estas lineas como juez subrogante en que se detuvo, se encargó reos y se condenó a 13 personas, por realizar estos préstamos a través de un corredor de propiedades y de algunos corredores de bolsa.

En el mismo proceso, la Corte de Apelaciones de Valparaíso dentro de una resolución que negaba lugar a la excarcelación de los procesados, agregó el siguiente mensaje: El juez de la causa investigará con especial celo el llamado negocio de las postergaciones bursátiles» cosa que no pudo hacer el subrogante al reasumir el juez titular. Sin embargo, con el tiempo, llegué a pensar que se había castigado a quienes estaban al final de la cadena y no a los verdaderos especuladores.

Han transcurrido más de 30 años desde entonces, y cualquiera que tenga memoria recordará el colapso de los fondos de inversión en Estados Unidos y en otros países en la década de los 70 y lo ocurrido en Chile en 1982 en que tantos pequeños ahorrantes perdieron el trabajo de años de su vida con el colapso de las sociedades de papel y las subsidiarias que se multiplicaron hasta el infinito.

Después de la cirugía mayor de los años siguientes que costó al país tantos sacrificios para salvar de la quiebra a los mayores bancos del pals que ahora se refugian en subterfugios legales para evitar el cumplimiento de una obligación moral de la que somos acreedores todos los chilenos, las sociedades cuyas acciones se cotizan en bolsa, han tenido que mostrar sus activos y tener una razonable transparencia de sus actividades y balances.

¿Era previsible, entonces, que el mercado bajara? Creemos que sí porque ni en los países más desarrollados existe una relación precio/utilidad de las acciones de 30.1 y hasta de 40:1. Cuando el mercado de capitales en Chile casi no existía, la relación normal entre el precio y la utilidad de los «papeles» era 8:1 y los inversionistas y el pals vivian libres de sobresaltos. Por eso no se explica el aumento del valor de las acciones transadas en bolsa de 6 mil a 60 mi] millones de dólares en pocos años, porque la verdadera riqueza del pals, esto es, las fábricas, las plantaciones, la flota pesquera y tantas cosas que representan la riqueza tangible subieron en el mismo lapso en proporción cinco veces menor.

En el alza inmoderada del precio de las acciones influyó, por una parte, la creciente inversión de las AFP, hasta 6 mil millones de dólares más o menos, es decir, por el equivalente al valor que pocos años atrás tenían todas las acciones transadas en bolsa en nuestro pals, el ingreso de capitales extranjeros en busca de mejores utilidades y la mentalidad «yuppie» de muchos operadores, ninguno de los cuales se atrevió a confesar que el mercado estaba muy alto y que lo habían llevado hasta sill, no las cuentas nacionales ni el crecimiento real de nuestra economía, sino la especulación sostenida por factores diversos pero todos ellos presentes y/o previsibles que se ocultaron a la opinión pública a través de frases hechas como que los inversionistas estaban «consolidando ganancias» «tomando posiciones» o que la falta de liquidez era puramente temporal y que se debían esperar los balances del año 1994 para ver cómo los precios reaccionaban.

No trata ésta de ser una diatriba contra la bolsa de comercio ni contra el mercado de capitales que tanto se ha desarrollado en Chile y que ha contribuido también a crear fuentes de la otra riqueza, de esa que se mira, se palpa y da empleo a gentes de trabajo que son las que crean la parte más significativa de nuestro producto interno bruto, ni contra el desmesurado crecimiento del sector servicios que nos confunde con seminarios, propaganda, cursos y cursillos a veces con escasa o ninguna utilidad.

Quisiera que, por el contrario, fuera un llamado a los Poderes Públicos para seguir cautelando el interés de todos los chilenos, sin perder la perspectiva de nuestra propia capacidad como nación para asumir papeles que no nos corresponde como seria creer que podremos ser, como se ha dicho por la prensa, centros financieros como New York, Tokio o Londres. Tales opiniones me conturban porque si queremos mantener nuestra condición de pals «serio», resultan desproporcionadas por no calificarlas en forma más severa.

Quien las ha emitido, al parecer, desconoce que esos centros financieros tienen el respaldo de las propias economías nacionales que son el caso de Japón y EE.UU. más de 100 veces mayores que la chilena y en el caso de Gran Bretaña aunque con menores proporciones, tiene además en Londres una tradición de servicios financieros, bancarios y de seguros con que Chile no podría contar.

Seamos sensatos;, pidamos lo mejor para nuestro país, pero ese desideratum no lo proveen los «capitales golondrinas, ni la especulación con meras expectativas, sino aquella otra riqueza constituida por activos reales cuyo valor podrá bajar en tiempos de depresión pero que serán sólida base para crecer cuando llegue el tiempo de hacerlo.

Mario Alegría Alegría.

Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 23 de Marzo de 1995.

76. DISPONER DE NUESTROS IMPUESTOS.

Después de las elecciones y en vista de las ingentes sumas de dinero invertidas por los candidatos vencedores y también por los vencidos, para lograr el apetecido sillón en el Congreso Nacional, han vuelto a elevarse las voces de algunas directivas partidarias para que el fisco financie las actividades políticas cuando están organizadas como partidos legalmente reconocidos.

La monserga es conocida: que la democracia exige la existencia de dichas organizaciones y que, si se quiere que las ideas y programas que unas y otras proclaman tengan la debida difusión y alcancen su expresión proporcional en las urnas, se requiere que el Estado les asegure los recursos que necesitan sin tener que extender la mano a los económicamente poderosos. En efecto tales «ayudas» de un modo u otro conllevan compromisos futuros que atentan contra la necesaria imparcialidad del legislador, y bueno sería que ellas no existieran; pero aún si así fuere, siempre habrá candidatos que, de su propio peculio, podrán costear sus campanas aunque signifique la inversión de vanos millones de dólares (moneda en que se acostumbra hacer los cálculos cuando se trata de las senaturías o de alguna diputación privilegiada).

Lo apropiado, por eso, sería establecer una cantidad máxima para el gasto en propaganda de los candidatos con sanciones drásticas, incluso la descalificación, si ésta se excediera, entregando el conocimiento de los reclamos a los tribunales.

Si tal posibilidad tampoco resultare satisfactoria para los que estiman que sería causa de reclamos inacabables o de difícil solución y que más de un candidato adinerado pudiere excluir a sus contendores inundando las calles de propaganda con sus retratos, o con afiches costeados de su propio peculio, aún hay una alternativa que creemos satisfaría a la mayoría de los chilenos.

En efecto, hay países, como Alemania, donde el contribuyente determina a qué confesión religiosa desea que se dirija una parte proporcional de los impuestos que paga y que el Estado entrega a las Iglesias respectivas según el número de sus adherentes.

En el caso chileno, si se desea financiar a los partidos políticos, talvez sería apropiado que se autorizara a los contribuyentes de impuesto a la renta para que en sus declaraciones asignen una proporción del impuesto que deban pagar, al sostenimiento de esas entidades.

Pero, como ya se ha advertido que no todos los contribuyentes asignan a los actuales partidos políticos la importancia que sus dirigentes les atribuyen, justo sería abrir un abanico más amplio de alternativas para la aplicación de dicha cuota de los impuestos directos que pagamos. Así, por ejemplo, podrían también ser asignatarios: las iglesias reconocidas legalmente en Chile o alguna de las corporaciones de beneficencia que figuraren en una lista que formaría el Ministerio de Justicia, a petición de ellas por supuesto.

El procedimiento sería muy simple, la declaración de impuestos la harían aun aquellos que ahora no la hacen por tener como único ingreso su sueldo pero que deben pagar impuesto a la renta por el nivel de ésta. Y en un cuadrante pequeño, el declarante agregaría un número que correspondería ya sea al financiamiento de los partidos, al de alguna iglesia reconocida legalmente o a una fundación de beneficencia del listado.

De este modo, la clase política podría acceder a tales beneficios si la opinión pública justifica sus esfuerzos y en caso contrario las iglesias o las fundaciones de beneficencia destinadas a la protección de los desvalidos y de los enfermos o a la ayuda a los estudiantes sin recursos contarían con los medios de que ahora carecen y, lo que es más importante, el contribuyente sabría adónde se invierte precisamente, aunque fuere el 1% de los tributos que paga.

Mario Alegría Alegría

Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 30 de diciembre de 1997

75. DEBER QUE NO SE CUMPLE.

¿Dónde le gustaría vivir si no viviera en Chile?, le preguntaron en una entrevista en abril de 1969 a Pablo Neruda, cuando el poeta ya había optado definitivamente por el marxismo, y él responde: que aunque «pudiera juzgárselo de tonto o patriótico» (sic) su respuesta está en unos versos suyos: «Si tuviera que nacer mil veces/ allí quiero nacer. Si tuviera que morir mil veces/ allí quiero morir». Encina, en su Historia General de Chile, se refiere al «nativismo» como expresión inicial del patriotismo al analizar las causas de la independencia y lo relaciona con el afecto que tuvieron nuestros antepasados al territorio de Chile encerrado entre el mar, la cordillera y los desiertos.

Son dos visiones de personajes de muy distinta ideología, marxista el uno y liberal de antigua traza el otro, pero ambas coincidentes en la trascendencia del patriotismo que se superpone a la política contingente y que incluye naturalmente al territorio y a la gente que lo puebla, con sus usos y costumbres, con sus defectos y virtudes.

Los llamados «patriotas» de 1810 querían un Chile independiente, es decir un Estado que, por definición, es «la nación políticamente organizada en un territorio determinado».

Pero, ¿qué es la nación? ¿Somos 15 millones de personas dentro de los límites de Chile? o ¿es la unión de 15 millones de personas vinculadas por una red cultural, sentimental, e incluso de intereses que buscan un destino en el que todos participen? Creo que no es difícil la respuesta: ser nación, es sentirse unidos por el lenguaje, las costumbres, las tradiciones y por valores y aspiraciones comunes.

El recuerdo honorable de las personas que en forma excepcional demostraron que valía la pena dedicar sus esfuerzos e incluso sacrificar su vida en resguardo de ese patrimonio común, debiera ser una autoexigencia de los chilenos como lo ha sido, a través de la historia, en los grandes países que lo son no sólo por su peso económico, sino por su influencia cultural y política.

Héroes civiles o militares que lucharon por sus ideales y por el futuro de sus naciones no son atemporales, sino hombres de su tiempo que superaron la normal mediocridad de lo cotidiano, para ser paradigmas de su nación.

En estos momentos, la globalización constituye un riesgo para nuestra identidad cultural, afrontamos una crisis económica severa, estamos inmersos en un relativismo moral que más propiamente debiera llamarse relajación y se reconstruye trabajosamente la unidad nacional quebrantada por años de enconado enfrentamiento político seguidos por un régimen autoritario que procuró acallar la oposición usando la violencia. Por todo eso, la nación chilena exige que se respete el pluralismo y la libertad de expresión, pero sin ofender los sentimientos ni la honra de los demás que somos muchos más que los que componen los «poderes fácticos» a los que gustan referirse los trasgresores.

El poder político está obligado constitucional y doctrinariamente a defender el estado de derecho, cuyo componente más importante es la nación.

Destinar recursos fiscales a la difusión de obras cuyo objeto es desacreditar obscenamente a nuestros héroes es faltar el gobierno al deber constitucional de «procurar la integración armónica de todos los sectores de la nación». (Art. 1° Constitución Política).

                                                                       Mario Alegría Alegría.

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 8 de noviembre del2002