Conocí a don Juan Bardina en 1945 cuando el tenia 64 años, es decir, había hecho ya su camino en la vida y yo no contaba sino 19, y apenas empezaba a madurar como estudiante universitario en un ambiente bastante diferente al de las actuales facultades.
En la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile de Valparaíso todos los profesores de los llamados ramos profesionales, entre los que se contaba derecho del trabajo que enseñaba don Juan se preciaban de su modernidad, en el sentido que ya las clases no eran solo del código respectivo y de sus comentarios, sino que ahora se enseñaba derecho civil en vez de código civil, derecho procesal en vez de los códigos de procedimiento y así se continuaba.
Pero lo cierto era que poco había cambiado en la enseñanza del derecho, salvo en el caso de algunos profesores que agregaban a sus clases comentarios eruditos y opiniones de autores extranjeros, sin que por eso, la clase oral dejara de ser una conferencia mas o menos docta en que los estudiantes no participábamos sino como auditores.
En este pequeño mundo, no éramos mas de doscientos alumnos y poco mas de treinta profesores, don Juan era con mucho, la antítesis del catedrático formal, generalmente abogado de éxito o antiguo miembro de la judicatura; totalmente alejado de sus alumnos y preocupado solamente de explicar con mayor o menor enjundia el contenido del programa de su ramo. Don Juan a pesar de sus doctorados españoles y condecoraciones bolivianas, seguramente no había hecho la reválida como abogado en nuestro país, porque nunca supimos que ejerciera la profesión en Chile, pero sólo sabíamos de la publicación de la Semana Internacional, periódico del que era dueño, director y principal redactor. Su larga y fructífera carrera docente en Cataluña y en Bolivia, nunca la conocimos ni acostumbraba a hablar de ella.
Don Juan aparecía en la vieja Escuela de calle Colón, siempre a pié, caminando rápido, permanentemente de buen talante y atento a lo que acontecía a su alrededor. Loa jovenzuelos que éramos, lo veíamos como un buen abuelo ágil y despierto, amable y conversador, pero escapaba a toda clasificación, al menos de aquellas que nosotros manejábamos. A sus clases se llegaba siempre sin temores y sobre todo, dispuestos al asombro, porque su modo de enseñar no se avenía con lo que habíamos conocido en primer y segundo año de la carrera.
En efecto, don Juan no llevaba un código para consultar, leer y glosar, como parecía indispensable para quienes hasta entonces, encontrábamos en la ley positiva la única fuente del derecho que nos permitía, con su solo conocimiento memorístico, afrontar las horas temibles de los exámenes. No recuerdo tampoco si llevara apuntes y los consultara, sino que sus clases eran casi siempre comentarios de lo cuotidiano y de los temas más variados en las que mostraba su enorme erudición, con exquisita modestia, como si fuera normal en un profesor de derecho pasar de la filosofía a la biología y de la geografía a las fuentes del periodismo.
Creo que solo muchos años mas tarde entendimos su propósito de enseñar el derecho como parte de lo cuotidiano así como el discurso filosófico, como ejercicio de conducta, como forma de vida y como modelo de tolerancia en el respeto de las ideas y de la persona del otro.
Uno de mis compañeros de esos años y a quien me liga una permanente amistad, Sergio Quevedo Rivera me decía, recordando al antiguo maestro las clases de don Juan no dejaban a nadie indiferente, se discutían al salir y, a veces mucho después, tomándose partido a favor o en contra de sus comentarios; pero de el se hablaba después de clase de lo que había dicho, al revés de muchas clases conferencia dictadas por otros profesores que se desconectaban para siempre de nuestra conciencia, a penas sonaba el timbre que nos convocaba al recreo.
Recuerda también mi amigo como don Juan llegaba a la exaltación al referirse al trabajo y al salario y sostenía que con este último se paga parte de la libertad del ser humano, razón demás para que deba ser justo e incluso generoso. En efecto, para Bardina en las hora que se trabaja para un patrón, en que s obedecen sus órdenes y se ejecuta un trabajo por su encargo, y aunque se esté haciendo lo que a uno le gusta, el empleado limita su libertad de hacer lo que le plazca, de ser absolutamente libre, de no encontrarse sometido a horario, supervisión ni control. El no negaba la necesidad del trabajo humano, de la disciplina y del esfuerzo personal, pero al hablar como lo hacía, ensalzaba, sin decirlo, diversos valores implícitos en el derecho como la libertad, la justicia y la dignidad del hombre. Otro amigo de esos años, Carlos Montenegro Torres, recordaba que don Juan, mientras se paseaba por el aula, acostumbraba a sorprender con sus encargos de trabajos, a alumnos con remas tale como : haga un listado de las i deas sociales que se contienen en El Quijote, mientras a otros le proponía que hiciera el mismo exámen del Libro de los Proverbios de Salomón.
En esos tiempos existía un régimen jurídico diverso para los trabajadores a quienes se dividía en empleados y obreros, según primara en su actividad el esfuerzo intelectual o físico.
La discriminación favorecía claramente a los empleados en las prestaciones de salud, asignación familiar y jubilación. Y se preguntaba don Juan si en el trabajo de una secretaria calificada por ley como empleada y que a veces solamente tomaba los dictados del jefe en su máquina de escribir, habrá más esfuerzo y creación intelectual y artística que en la labor de un ebanista que con sus manos, pero poniendo cambies su espíritu creador, confeccionaba un mueble, a veces de exquisito buen gusto, como los artesanos de antaño. Para él ( don Juan) , como la ley lo reconocería muchos años después, solo había trabajadores, es decir los hombres y mujeres que enajenan parte de su libertad a cambio de un salario.
Recordaba también nuestro amigo Montenegro otro gesto de don Juan Bardina que lo pinta de cuerpo entero. El profesor era amigo del entonces presidente de la república don Carlos Ibáñez del Campo y, conociendo esa circunstancia una reciente abogada que había sido su alumna, se acercó pidiéndole que la recomendara para obtener un empleo en la Administración Pública y así poder atender las necesidades de su familia ya que ella no había logrado aún formar una clientela. Don Juan, le contestó que el no la recomendaría sino que ella misma debía proveer su recomendación y al efecto le sugirió hacer un estudio de los problemas sociales de la población de los cerros en Valparaíso.
El trabajo lo realizó la postulante con esfuerzo, prolijidad y talento y lo entregó a don Juan quien lo llevó al presidente para que lo leyera. Dice la anécdota que el señor Ibáñez no quería recibirlo alegando que tenía demasiados problemas que atender para dedicarle tiempo. Persistente como era Bardina insistió diciéndole que lo dejara como lectura en su velador para antes de dormir.
Días después el presidente lo llamó y le dijo que la investigación de la postulante no había favorecido su sueño, sino que por el contrario lo había hecho pasar la noche en vela pero…. Que le pidiera el cargo que ella quisiera.
La petición fue bastante modesta, un puesto de abogado en un servicio semifiscal de Valparaíso, que atendió la postulante con eficiencia hasta que su propia clientela ya muy crecida la obligó a abandonarlo.
Lógicamente el mensaje de Bardina nos llegaba de diferentes maneras; a unos nos tocaba profundamente y sentíamos que el derecho era mucho más que una ley de redacción elegante, de erudición exquisita e incluso de buen sentido como el Código Civil, y para otros, era una pérdida de tiempo que pasara el primer semestre del año, sin abrir el Código del Trabajo. Así se formaban los bandos de defensores y detractores de don Juan Bardina, que si bien discutían sus explicaciones de la ley positiva, nunca se hubieran atrevido a poner en duda su profunda calidad humana.
Los exámenes con don Juan tenían también un carácter muy singular.
En prime término llegábamos a ellos con cierta tranquilidad, sabiendo que él no querría, con nuestro manejo de la ley, mostrar ni sus méritos de profesor, ni nuestra ignorancia.
Por lo general, las preguntas se referían, como era natural ante una comusión examinadora, al derecho positivo, vale decir al Código del Trabajo y las leyes que lo complementaban. Pero él se encargaba de incluir en la pregunta buena parte del contenido del texto legal y más bien nos pedía una reflexión acerca de él para la cual contribuía con más de una disquisición inteligente. De este modo era difícil reprobar, aunque las notas excepcionales escasearan.
Al pasar de los años comprendimos que tras esta sencilla apariencia de hacer fácil el exámen a la luz de la tradición, se formaba la segura convicción que lo importante en el hombre de derecho no es memorizar la ley escrita, sino haber adquirido el criterio equilibrado para aplicarla o instar por su aplicación, con un recto sentido de la justicia y un profundo conocimiento de nuestra condición humana.
Yo no estoy cierto hasta donde don Juan Bardina influyó en mi formación coom abogado y después como profesor en esta misma escuela; pero indudablemente nos mostró una visión interactiva del derecho, invitándonos a estudiar la demás disciplinas del conocimiento para así entender mejor el mundo en que vivimos y en que el deeecho está llamado a resolver controversias.
Como profesor creo que, sin darme cuenta procuré que mis clases no fueran solo conferencias llenas de información, sino, de alguna manera mensajes formativos para mis alumnos de Historia Institucional de Chile a los que si alguna vez incité a poner la justicia, incluso por encima del derecho, fue imitando, no en los mismos términos, pero sí en la intención, a don Juan Bardina.
Para sus alumnos, el representó una ruptura de los viejos esquemas de enseñanza del derecho, cuyos efectos no pudieron ni examinarse ni evaluarse en su momento; porque su método no podía insertarse ni ponerse en parangón con los que en forma tradicional servían para enseñar el derecho. ¿ Cómo fue posible que don Juan llegara a nuestra Escuela y que por un largo tiempo enseñara en ella con un método tan rupturista, tan diferente, tan inusual, en una época en que se cuestionaba reciamente todo lo que saliera de los moldes aceptados? Creo que la justa respuesta está en el fuerte carácter y personalidad de un gran director de esta Escuela, don Victorio Pescio Vargas, que reconoció el valor de un maestro como Bardina.
Don Juan, fue un iconoclasta cuya verdadera importancia recién pudimos spreciar cuando maduramos como personas y como hombres de derecho. El nos ayudó a “sentir” el derecho y los valores que le dan sustento mucho más que la lectura de códigos y de leyes, de reglamentos y decretos y, todo esto, con una profunda humildad, sin hacer notar su saber ni presumir que esta fuera la única manera de enseñar el derecho.
El no deafiaba la ley positiva ni pretendía que se la transgrediera, sino que se la refinara para hacerla más justa en beneficio de la paz social y de la propia conciencia.
Para los que hayan leído el libro o visto la película “ La Sociedad de los Poetas Muertos”, las escenas en que el profesor Keating ordena a sus alumnos arrancar del libro de literatura la definición de poesía, porque esta no resiste la frialdad de un texto escrito, porque el concepto tiene muchas lecturas y porque, en definitiva, la poesía y lo poético son simplemente inefables, será más fácil entender la visión que de don Juan Bardina tenemos los que fuimos sus discípulos.
El no nos pidió arrancar las páginas del Código o quemar los textos legales, pero quiso que nos acercáramos a ellos con la conciencia preparada para entenderlos, como una manera de hacer más fácil la convivencia entre los hombres, más grandes la tolerancia y la fraternidad y más respetada la libertad.
MARIO ALEGRIA ALEGRIA