En la década de los 40 entre las grandes notarías de Valparaíso se contaba la de don Jorge Alemparte Marckmann, cuyo hijo, mi compañero en la Universidad tendría igual oficio en esta ciudad hasta hace pocos años.
El señor Alemparte Marckmann, a quien conocí por varios años en la actividad y con la apreciación de un novel estudiante de derecho, había logrado su amplia clientela basándose en las virtudes propias de un ministro de fe. es decir buen humor, pero seriedad en sus actuaciones, y amabilidad, pero también capacidad para decir «no» cuando correspondía y, sobre todo, en su caballerosidad a carta cabal, la que resulta bastante difícil de definir, ahora que antes de clasificar a las personas se acostumbra echar un vistazo a su estado de situación bancaria.
Tuve la suerte de conocerlo en su entorno familiar junto a su esposa, sus hijas Manuela y Florencia y, desde luego, nuestro compañero de estudios, su hijo Jorge. Mi carta de presentación fueron mis apuntes de clases de derecho civil del profesor Sergio Fuenzalida Puelma, anotaciones que, antes de la fotocopiadora, se aprovechaban para estudiar en pequeños grupos, cuando eran suficientemente claros. considerando la dificultad de duplicarlos.
Con Jorge y Hugo Onetto formamos un equipo. y en los días previos a los exámenes, alojábamos en la hermosa casa de los Alemparte en el cerro Castillo, gran mansión con largos pasajes entre flores y plantas, cuyo cuidado era la gran afición de don Jorge.
Pero, hasta en el tiempo de nerviosismo y premura de los exámenes, se cumplía en esa casa un rito familiar ya olvidado, la conversación de sobremesa, presidida por el «pater familae», con liviandad no exenta de ideas interesantes y matizada con los recuerdos y anécdotas propias de quien ha vivido cabalmente su existencia.
Don Jorge era un gran conversador, liviano, poético, y además con excelente humor.
En este último aspecto quiero destacar que contaba con fruición y con una risa que hacía chispear sus ojos azules, la que consideraba una exacts descripción de su físico. Era don Jorge de corta estatura, más bien entrado en carnes y con su cabeza, blanca en canas, un poco metida entre los hombros.
Nos contaba que, inicialmente. había seguido la carrera judicial en el escalafón primario, es decir, el de los secretarios, jueces, relatores y ministros, fuera del escalafón de los notarios, y que en una ocasión en que se trataba de proponerlo para el cargo de relator en la Corte de Apelaciones de Temuco, desconociéndolo algunos de los magistrados, alguien que sí lo conocía les recordó su figura diciéndoles que era «ese secretario pachachito y cabezón», con lo cual todos se dieron por enterados y lo nombraron.
Qué gran cualidad es ser capas de gozar con una ocurrencia ajena, divertida pero no agraviante y que. sobre todo no ofendía la capacidad intelectual ni los atributos morales de su persona.
Hoy con tanto personaje solemne y engolado que llena las páginas de vida social y política de diarios y revistas y de la televisión, echo de menos a ese gran señor a quien no preocupaban su estatura ni su grande y bien provista cabeza.
Cuando don Jorge jubiló y dejó el cargo que sirviera con tanta prestancia Por largos años, al parecer decidió que era el momento de encontrarse en plenitud con la belleza de la naturaleza, para la que se hacía estrecha su casa del Cerro Castillo.
Compro entonces una quinta en Reñaca y se dedicó a cultivar plantas y flores en un gran vivero natural, seguramente reencontrando en la poética belleza de gladiolos, rosas, crisantemos, filodendros, copihues y tantas otras especies, el goce de su espíritu, el mismo que derramnó en sus chispeantes conversaciones de sobremesa, que son de mis mejores recuerdos de una ciudad y de una suciedad que fue «de otra manera», indudablemente mejor para facilitar a convivencia y la buena voluntad entre las personas.
Mario Alegría Alegría
Publicado en El Mercurio de Valparaíso, el 4 de Abril de 2002