2. CUALQUIER TIEMPO PASADO ¿FUE MEJOR?

antiguo-moderno.jpgValparaíso ayer y hoy

Hace algunos días me encontré en el bus en que regresaba de Santiago con un antiguo alumno que, en su momento, militara con entusiasmo y sacrificio de tiempo y energías en uno de los partidos de la izquierda de hace más de treinta años. Como resulta casi natural entre dos personas que viajan juntas dos horas, conversamos de muchas cosas y entre ellas, de nuestros hijos y de lo poco transferible que resultan las experiencias de los padres por dolorosas que sean.

 

     El me confidenció que no había logrado convencer al menor de los suyos de no ingresar al partido que el había dejado hacía años y de abandonar las ideas que a él mismo lo entusiasmaron en sus tiempos de mocedad.

     Empleó sus mejores argumentos y sobre todo, el ejemplo evidente del fracaso de los socialismos reales en su propósito de crear el paraíso de la igualdad y la fraternidad manteniendo al mismo tiempo en vigencia los derechos humanos. Argumentó, recordando sus experiencias de juventud y sus ilusiones destruidas al conocer la verdad de los socialismos reales en que se persiguió a la oposición con mayor. rigor que en los tiempos de las monarquías absolutas y de, los regímenes de derecha, en Asia y Europa, y que arruinaron sus economías con la planificación estatal.

     Me confesó que no había logrado su propósito, pero convinimos en que había cumplido su papel de padre al mostrar a su hijo lo que había sido su experiencia de vida.

     La conversación me dejó contento, porque es digno de encomio quien tiene el valor de confesar sus errores, sobre todo, silo hace en el ámbito familiar, porque sus padres que piensan que, al admitir sus equivocaciones, arriesgan perder autoridad o deteriorar su imagen frente a los hijos.

     Reflexionando más tarde sobre esa conversación me pregunté silos ‘padres que estuvieron hace 30 años al otro lado dé la barricada y que vieron triunfar sus ideas y aplicarlas al proyecto político económico de Chile, están totalmente conformes con sus resultados o si también tendrían que confesar a sus hijos que su visión del futuro para Chile de entonces no corresponde exactamente al país actual.

     Si así fuere, valdría también la pena hacer saber ‘a la generación de los triunfadores de hoy, algunas decepciones de sus padres que, cuando jóvenes también pensamos en una utopía diferente, pero utopía al fin.

     En efecto, en forma simplista, hace cuarenta años creímos que permanecería todo lo bueno de nuestra sociedad y que solamente se cambiarían los factores de injusticia social y de subdesarrollo que la afligían.

     En lo demás, sentíamos la sensación de ser un país solidario y unido , en que el 80% o más de las ciudades, las compartíamos ricos y pobres en el mismo barrio y a veces en la misma cuadra.              

     La escasa violencia de entonces la desataba el alcohol o los celos pero no el deseo de vestir lo que exhibe la televisión aunque para ello se deba robar o asaltar y matar.

     Habría que reconocer que tampoco fue esa época un remanso de paz sino que, en ocasiones se produjeron hechos que mancillaron nuestra convivencia, con represiones violentas, pero ocasionales, de las huelgas o de las ideas políticas, como el 5 de septiembre de 1938 cuando se asesinó a jóvenes que ya se habían rendido a la fuerza pública.

Es decir, cabe recordar las cosas tristes de ese tiempo, pero también la buena convivencia de los chilenos, sin poblaciones marginales, integrados casi todos y viviendo en los mismos barrios, porque la marginalidad de entonces era un problema personal, pero no territorial, como ahora

     En los últimos 30 años, nuestras exportaciones se multiplicaron por veinte, nuestra expectativa de vida aumentó quince años, la escolaridad lega, mínima, pasó de 6 a 8 años, cambiamos la vía férrea por la carretera y el viejo banco en que se nos conocía por el nombre, por, el impersonal aparato electrónico que nos entrega saldos o dinero que, sin variar de expresión, nos informa que nuestra cuenta corriente y la línea de crédito se ha agotado.

Todo eso en nombre del progreso y del triunfo de un sistema económico en que siempre se miran los resultados pero nunca al prójimo.

 Hace cuarenta años. queríamos salir del subdesarrollo y, en alguna medida, lo estamos haciendo. Este año tendrá Chile, un ingreso per cápita de más de US$ 5.000 y de este modo, el limite de los US$ 8.000 al año que parece dividir los países ricos de los pobres, se encontraría cercano.

Sin embargo, esta transformación ha tenido un costo que no previmos: las diferencias entre los ricos y los pobres se ha acentuado, como ocurre también, en Estados Unidos que tiene un modelo económico parecido al nuestro. Esto hace posible que hoy en una sola transacción para controlar un banco ó para adquirir la mayoría de acciones de una empresa eléctrica extranjera se inviertan más dólares que el monto total de las exportaciones chilenas de aquellos años. El ejemplo resulta decidor aun considerando que nos referimos a cifras nominales y a dólares de menor valor adquisitivo. Entretanto, aún existen chilenos que carecen de prestaciones sociales esenciales y aunque su número disminuya, día a día, mientras subsistan, ellos serán testimonio de nuestra incapacidad para «crecer con equidad», como se

repite a menudo.

     Observamos también, los que hemos vivido muchos años, un país en que la competencia leal o de la otra, las ansias de poder y de dinero y la corrupción afectan valores que se estimaron permanentes pero que ahora se desmoronan ante la embestida del relativismo moral que parece ser la tónica de la modernidad.

     Mucho podría discutirse en este punto y así lo hacen sociólogos y filósofos, cientistas políticos y economistas, con mucha mayor versación que el autor de estas líneas, de si es un problema estructural de estas economías o si se debe a que no se focaliza y optimiza el gasto social para que no consuma la burocracia lo que debe darse a los más necesitados; pero la percepción que tenemos los que simplemente observamos lo que ocurre y se dice a nuestro alrededor, es que estos hechos se ignoran o que se trata de ocultarlos tras el crecimiento económico que se representa como la única medida del éxito político.

     Hemos cambiado muchas cosas y el triunfo de quienes estaban al otro lado de la barricada de mi compañero de viaje, nos ha deparado muchas cosas buenas como país y, en algunos casos, individualmente, pero, ¿no sería justo también que los que lograron el poder y el dinero y que ahora gozan de sus halagos, reconocieran que, en alguna medida se equivocaron y que es el momento de recuperar algo de lo bueno que tuvo el pasado, aunque sea a costa de algunas cifras de la macroeconomía?

 

 

Mario Alegría Alegría

 

 

1. EL OCTAVO PASAJERO

Después de vivir unos meses en Madrid, viajaba con mi mujer y cinco de mis hijos a través de Europa con Eurailpass en 1974 formábamos un grupo bastante extraño para el medio europeo, en efecto, cinco hijos menores no es el promedio para las familias de la mayoría de los países occidentales y cuando así llega a ocurrir y se topa uno un grupo viajero de ese jaez, lo probable es que viaje en un caravan o en segunda clase del ferrocarril.

Pero nosotros, antes de la existencia del «young pass’ viajábamos todos en primera clase gracias a lo económico que resultaba el Eurailpass ordinario. El día de esta historia íbamos desde Nuremberg donde habíamos visitado al sexto hijo que residía por unos meses en Neuhof, una localidad cercana a aquella ciudad, en uso de una beca de intercambio escolar y, Stuttgart donde visitaríamos a una familia chilena amiga de muchos años.

Esperamos reunidos durante algunos minutos el paso exacto del tren europeo y mientras lo hacíamos, disponíamos la forma en que nos ubicaríamos en el vagón. Si había un compartimiento vacío, en él se ubicarían los cinco hermanos y, en otro cercano, viajaría nuestro matrimonio.

Mientras esperábamos, preocupados de los niños pequeños y de nuestro equipaje, no nos dimos cuenta que nos observaba atentamente un muchacho joven algo mayor que nuestros hijos, vestido con jeans y parka como correspondía al clima invernal, con una mochila de viajero a dedo, o en lo que fuera, pero pulcramente ordenado y peinado.

Llegó el momento de subir al tren y él lo hizo a continuación de nuestro grupo. Yo iba a la cabeza con los siete pasaportes y boletos del Eurailpass en la mano para convencer al conductor que teníamos derecho a viajar en primera clase, a pesar de nuestro aspecto quizás cercano al de «troupe» de circo, por lo heterogéneo de las ropas y equipaje.

En uno de los compartimentos vacíos del vagón se instalaron nuestro cinco hijos y el muchacho solitario que ocupó el sexto asiento, mientras mi mujer y yo lo hacíamos en un par de lugares vacantes en el compartimiento del lado.

El viaje era bastante largo y tuvimos dos visitas del conductor. Este pasó primero a controlar los pasajes al lugar donde viajaban nuestros hijos. Ellos le informaron que sus tickets y pasaportes los llevábamos nosotros, en. su correcto alemán del colegio.

El conductor los dejó tranquilos sonriendo a nuestra hija de siete años que viajaba aferrada a su muñeca regalona. Pasó a nuestro compartimiento y con una rápida mirada a los pasaportes y pasajes siguió su marcha, por el vagón. La segunda vez, apenas abrió la puerta de uno y otro compartimiento y con una sonrisa nos hizo un gesto rechazando una nueva revisión de los documentos.

Entretanto y, después lo supimos, el octavo pasajero, al pasar por primera vez el conductor, dejó hablar a nuestros hijos mayores y permaneció concentrado leyendo una revista sin hacer siquiera intento de exhibir un boleto.

Al poco rato y, en forma natural se trabó conversación entre nuestros hijos y el desconocido pasajero y éste les contó que acostumbraba viajar sin boleto, si lograba unirse a un grupo numeroso en que alguien hiciera de líder llevando todos los tickets y siempre que pudiera pasar inadvertido.

En este caso, creyó que, perfectamente pasaría por otro hijo, un poco mayor, como efectivamente ocurrió y que el conductor no se detendría a examinar cuidadosamente tantos documentos.

El muchacho aprovechaba también su innata simpatía para que se le ayudara a viajar con poco gasto. Al llegar a Stuttgart y reunirse el grupo, ya había un octavo miembro, que se reía y hacía bromas con nuestros hijos quienes habían aceptado sus explicaciones con buen humor e, incluso con la simpatía que siempre provocan las transgresiones, entre los jóvenes.

Nosotros llegábamos a la ciudad por primera vez y con un hambre de lobos, y no sabíamos dónde comer un gran plato «bien garni» por poco dinero. Allí empezó a retribuir nuestra cooperación el octavo viajero, porque él se encargó de conducimos a un restaurante ubicado en las cercanías, limpio y ordenado como todos los establecimientos alemanes, pero con precios asombrosamente bajos. De este modo, al poco rato todos hacíamos los honores, incluyendo como es lógico a nuestro nuevo amigo, a grandes platos de sabrosa comida típica con una enorme porción de papas fritas que nos repuso largamente de nuestro obligado ayuno en el tren.

Nunca más volvimos a ver al octavo pasajero que, con una sonrisa, se perdió entre la multitud del centro de Stuttgart, dejándonos motivo de conversación con nuestros hijos, encantados con su ocasional compañero de viaje.

 

Mario Alegría Alegría