Después de vivir unos meses en Madrid, viajaba con mi mujer y cinco de mis hijos a través de Europa con Eurailpass en 1974 formábamos un grupo bastante extraño para el medio europeo, en efecto, cinco hijos menores no es el promedio para las familias de la mayoría de los países occidentales y cuando así llega a ocurrir y se topa uno un grupo viajero de ese jaez, lo probable es que viaje en un caravan o en segunda clase del ferrocarril.
Pero nosotros, antes de la existencia del «young pass’ viajábamos todos en primera clase gracias a lo económico que resultaba el Eurailpass ordinario. El día de esta historia íbamos desde Nuremberg donde habíamos visitado al sexto hijo que residía por unos meses en Neuhof, una localidad cercana a aquella ciudad, en uso de una beca de intercambio escolar y, Stuttgart donde visitaríamos a una familia chilena amiga de muchos años.
Esperamos reunidos durante algunos minutos el paso exacto del tren europeo y mientras lo hacíamos, disponíamos la forma en que nos ubicaríamos en el vagón. Si había un compartimiento vacío, en él se ubicarían los cinco hermanos y, en otro cercano, viajaría nuestro matrimonio.
Mientras esperábamos, preocupados de los niños pequeños y de nuestro equipaje, no nos dimos cuenta que nos observaba atentamente un muchacho joven algo mayor que nuestros hijos, vestido con jeans y parka como correspondía al clima invernal, con una mochila de viajero a dedo, o en lo que fuera, pero pulcramente ordenado y peinado.
Llegó el momento de subir al tren y él lo hizo a continuación de nuestro grupo. Yo iba a la cabeza con los siete pasaportes y boletos del Eurailpass en la mano para convencer al conductor que teníamos derecho a viajar en primera clase, a pesar de nuestro aspecto quizás cercano al de «troupe» de circo, por lo heterogéneo de las ropas y equipaje.
En uno de los compartimentos vacíos del vagón se instalaron nuestro cinco hijos y el muchacho solitario que ocupó el sexto asiento, mientras mi mujer y yo lo hacíamos en un par de lugares vacantes en el compartimiento del lado.
El viaje era bastante largo y tuvimos dos visitas del conductor. Este pasó primero a controlar los pasajes al lugar donde viajaban nuestros hijos. Ellos le informaron que sus tickets y pasaportes los llevábamos nosotros, en. su correcto alemán del colegio.
El conductor los dejó tranquilos sonriendo a nuestra hija de siete años que viajaba aferrada a su muñeca regalona. Pasó a nuestro compartimiento y con una rápida mirada a los pasaportes y pasajes siguió su marcha, por el vagón. La segunda vez, apenas abrió la puerta de uno y otro compartimiento y con una sonrisa nos hizo un gesto rechazando una nueva revisión de los documentos.
Entretanto y, después lo supimos, el octavo pasajero, al pasar por primera vez el conductor, dejó hablar a nuestros hijos mayores y permaneció concentrado leyendo una revista sin hacer siquiera intento de exhibir un boleto.
Al poco rato y, en forma natural se trabó conversación entre nuestros hijos y el desconocido pasajero y éste les contó que acostumbraba viajar sin boleto, si lograba unirse a un grupo numeroso en que alguien hiciera de líder llevando todos los tickets y siempre que pudiera pasar inadvertido.
En este caso, creyó que, perfectamente pasaría por otro hijo, un poco mayor, como efectivamente ocurrió y que el conductor no se detendría a examinar cuidadosamente tantos documentos.
El muchacho aprovechaba también su innata simpatía para que se le ayudara a viajar con poco gasto. Al llegar a Stuttgart y reunirse el grupo, ya había un octavo miembro, que se reía y hacía bromas con nuestros hijos quienes habían aceptado sus explicaciones con buen humor e, incluso con la simpatía que siempre provocan las transgresiones, entre los jóvenes.
Nosotros llegábamos a la ciudad por primera vez y con un hambre de lobos, y no sabíamos dónde comer un gran plato «bien garni» por poco dinero. Allí empezó a retribuir nuestra cooperación el octavo viajero, porque él se encargó de conducimos a un restaurante ubicado en las cercanías, limpio y ordenado como todos los establecimientos alemanes, pero con precios asombrosamente bajos. De este modo, al poco rato todos hacíamos los honores, incluyendo como es lógico a nuestro nuevo amigo, a grandes platos de sabrosa comida típica con una enorme porción de papas fritas que nos repuso largamente de nuestro obligado ayuno en el tren.
Nunca más volvimos a ver al octavo pasajero que, con una sonrisa, se perdió entre la multitud del centro de Stuttgart, dejándonos motivo de conversación con nuestros hijos, encantados con su ocasional compañero de viaje.
Mario Alegría Alegría