50. EL VIAJERO DEL MAR DEL NORTE.

Corría el año 1941 y todavía los barcos de Ferronave recorrían la costa chilena con carga y pasajeros que acomodaban bastante bien en las dos clases de que disponían. Entre los barcos que operaban la empresa estatal, se contaban dos naves casi gemelas que habían pertenecido a la firma Menéndez de Punta Arenas, el «Villarrica» y el «Puyehue».

Ambos veteranos de muchos temporales y borrascas en los mares del sur cubrían al tráfico entre Valparaíso y Punta Arenas.

Yo viajaba solamente desde Valparaíso hasta Corral donde pasaría mis vacaciones y, con solo quince años, ya había hecho el viaje dos o tres veces y siempre por mar, en los viejos barcos de C.S.A.V. el «Palena,» el «Aysén» y el «Huasco».

Era mi primera experiencia en el «Puyehue», un barco más moderno relativamente, pero del que no estaba tan seguro que fuera tan «bueno para el mar» como los estilizados cascos con bauprés, de las naves de C.S.A.V. Mi corta experiencia marinera a pesar de algún «surao» que hiciera cabecear el buque, había sido bastante buena, con el estómago firme y el considerable gozo del adolescente que se asoma al mundo diferente del mar en que se navega, en vez del que se mira desde la orilla.

Los pasajeros de la clase «turista» constituíamos una muestra variopinta del pueblo chileno de entonces: pequeños comerciantes, empleados de nivel medio, suboficiales de carabineros con sus familiares trasladados a Punta Arenas, señoras que volvían a sus casas y el pasajero un tanto extraño que era yo, viajando solo y con tan pocos años a cuestas. Sin embargo, como ocurre casi siempre dentro del recinto cerrado del barco, a las pocas horas todos nos conocíamos y procurábamos que la estada a bordo se hiciera grata.

Esto no era difícil porque, estos barquitos de poco más de dos mil toneladas, si bien no tenían las comodidades y distracciones de los grandes paquebotes, ofrecían buenas acomodaciones, excelente comida y el hermoso espectáculo de nuestro mar.

En ese ambiente viajamos entre Valparaíso y San Antonio y, luego, desde ese puerto hasta la bahía de Concepción, casi sin viento y a lo más con una marejadilla que no turbaba la marcha del buque.

Después de dejar unas quinientas toneladas de azúcar para refinar en Penco, el buque, bastante aligerado, salió en demanda de la bahía de Corral. Ahora las condiciones eran otras, un fuerte «surazo» veraniego recorría la costa y el oleaje por la proa hacía que el buque cabeceara mucho y que a veces su hélice girara en parte fuera del agua, con el estrépito y crujidos consiguientes de la popa.

Muchos de los noveles pasajeros no pudieron salir de sus camarotes y en las familias que viajaba juntas, los que mejor se encontraban, auxiliaban a los que pedían que los echaran por la borda mientras ellos mismos escondías sus náuseas.

Solamente unos pocos salíamos a cubierta a disfrutar del tiempo despejado y del espectáculo del mar encabritado que sacudía al barco. Entre los sobrevivientes, con cierta experiencia como yo, no hacíamos comentarios porque sabíamos que con viento del norte o del sur, hasta el más pintado puede marearse y discretamente nos quedábamos callados.

Entretanto los pasajeros de más edad que la nuestra alardeaban de sus «remedios» para el mareo, desde la receta del farmacéutico, hasta la tela puesta en cruz sobre el ombligo, pasando por el truco de flexionar las piernas al mismo ritmo que el barco subía o bajaba, aún a riesgo de quedar agotado a los 30 minutos del curioso ejercicio.

En este grupo se contaba un ciudadano extranjero, comerciante en maderas, muy alto y delgado con el que todavía me topo a veces en la calle a pesar de sus muchos años y evidentes achaques.

Bastante joven, por entonces, hablaba con locuacidad lamentándose que hubiera tanta gente afectada por el mareo, sin que el se explicara el motivo, ya que el mar no estaba tan malo. Cuando uno de los gimnastas que flexionaba las rodillas siguiendo el cabeceo del barco, se atrevió a preguntarle si él no temía al mareo, se contentó con decirle que «a quien ha navegado en el Mar del Norte no le asusta el mar de Chile».

Seguimos paseando por cubierta en un grupo que cada vez decaía en número, con nuestro navegante del Mar del Norte a la cabeza hasta que, de pronto, lo vimos ponerse pálido, correr hacia la borda, inclinarse sobre ella, cogido con ambas manos de la barandilla y echar las tripas» al mar por largo rato. Cuando pudo hacerlo, se enderezó y, con ayuda de los que quedábamos en pie, llegó hasta su camarote de donde no volvió a salir hasta llegar a puerto.

A nuestro viajero del Mar del Norte no le había sentado bien el mar de nuestro Chile.

Mario Alegría Alegría

Publicado en el diario El Mercurio de Valparaíso el 25 de junio de 1998

49. ¿JUEZ Y PARTE?

 

Hace algunas semanas un parlamentario sorprendido cuando viajaba en su automóvil a 145 kms. por hora por la carretera de Santiago a Valparaíso, y condenado por el señor Juez de Policía Local de Casablanca al pago de una multa y a una larga suspensión de su licencia por su reiterada reincidencia en igual falta, se ha quejado públicamente de que el magistrado don Mario Cortés Cevasco sea «juez y parte» en la causa, por ser también coronel de Carabineros.

Peregrina apreciación del parlamentario, ya que la expresión que él usa se aplica cuando un juez tiene interés en una causa pero no un funcionario del mismo servicio al que él pertenece hace una denuncia de la que deba conocer, sin contar también con que el juez señor Cortés no es el auditor de Carabineros cumpliendo sus funciones en Valparaíso.

Ojalá que el señor diputado no carezca de igual capacidad de análisis para el estudio de los proyectos de ley que debe conocer, ni de tan mala memoria como para infringir las leyes vigentes, sin apercibirse de haberlo hecho.

Por otra parte, sería bueno que quien acusa al juez por ser también auditor del Cuerpo de Carabineros al que pertenecen los denunciantes, conociera un poco mejor la administración pública chilena como para darse cuenta que, en general, los servicios son bastante severos para juzgar a sus propios dependientes, salvo que se trate de aquellos que se encuentran excesivamente politizados en cuyo caso, más de algún correligionario del señor diputado puede hacer sido beneficiado o… perjudicado.

Pero si salimos de la esfera de la administración pública en general y vamos a la administración de justicia en especial, encontramos muestra clara de que en ella casi siempre se sanciona a sus miembros, infractores de la ley, con rapidez y eficacia.

Sin referirnos a casos recientes bastante difundidos y conocidos, creo oportuno recordar algunas «visitas extraordinarias» en la justicia chilena, hace bastantes años, de los que tuve directo conocimiento. La primera de ellas, una visita a la Corte de Valparaíso por el Ministro de la Corte Suprema don Humberto Bianchi. Resultado: dos Ministros y un juez del Crimen trasladados, los cuales jubilaron muy prontamente. Años más tarde una visita del Ministro, por entonces de la Corte de Apelaciones de Valparaíso, don Enrique Correa Labra al Juzgado de Los Andes, donde el juez cambiaba cheques sin tener fondos. A los dos días, don Enrique Correa volvía con la renuncia del mal juez en el bolsillo. Años después en la jurisdicción de Valdivia, el Ministro don Edgardo Pineda Jungue, perteneciente a una distinguida familia de esta zona, visitaba un juzgado de su jurisdicción en donde el secretario sisaba las multas por infracción a la Ley de Alcoholes. A los pocos días, el secretario había dejado el servicio al que tan mal había servido.

Los casos abundan y demuestran que si de refranes se trata el parlamentario a que nos hemos estado refiriendo pudo aplicar aquel de que «no hay peor cuña que…» y ello porque, en los servicios públicos en general, los superiores conocen la calidad, competencia y honestidad o los defectos de los funcionarios de inferior rango aunque no tengan mando sobre ellos.

El juez de Casablanca recibió una denuncia, respaldada por las declaraciones de cinco funcionarios de Carabineros y un prontuario de faltas que anotaban seis o más infracciones de igual gravedad, lo que parece, no solamente a los abogados sino al común de las personas, prueba suficiente para fundar una sentencia.

No sabemos qué pretende el señor diputado con sus presentaciones en televisión y expresiones que de algún modo encuentran semejanza con las del senador don Jorge Lavandero, cuando hace un par de años atrás sostuvo que estaba autorizado (sic) para infringir las normas sobre velocidad máxima en los caminos. Pero de lo que sí estamos ciertos es que si pretende regresar a la edad media para someterse sólo al juicio de «sus pares» encontraría el más grande repudio de una opinión pública sensibilizada frente al abuso de sus prerrogativas por parte de algunos parlamentarios.

 

Mario Alegría Alegría

 

Publicado en el diario El Mercurio de Valparaíso el 29 de julio de 1999.

48. DELITOS DE LESA HUMANIDAD.

 

Lesa humanidad, lesa Patria ¿qué son?, son humanidad o Patria, agraviada, lastimada, ofendida, dañada, según el diccionario de la lengua.

En estos días es casi un lugar común sostener que los delitos de lesa humanidad son o deben ser imprescriptibles y aunque los tribunales no se hayan pronunciado precisamente en estos términos, han recurrido a diversas interpretaciones de las normas vigentes para llegar a parecidos resultados: Los delitos de lesiones con o sin resultados de muerte cometido por agentes del Estado, son imprescriptibles y aún transcurridos casi treinta años desde que se cometieron, puede perseguirse a sus autores y eventualmente, demandar civilmente al Fisco por el hecho de sus funcionarios o dependientes.

Humanidad se dice del género humano, es obvio que tales delitos por numerosos y frecuentes que puedan haber sido, no se cometieron contra grupos indeterminados de personas sino, contra personas específicas a quienes se persiguió precisamente por sus ideas políticas y por el eventual liderazgo que pudieran ejercer en la oposición.

No significa esta apreciación ni aceptar, ni siquiera explicar los delitos que se cometieron al amparo del poder, sino tratar de situarlos donde jurídicamente corresponde, sin hacer aprovechamiento político del dolor de las personas que fueron agraviadas o de las familias que perdieron un ser querido.

Pero, para ello, me parece propio hacer un distingo: se cometió un delito de lesa humanidad cuando los Estados Unidos, bombardearon Viet Nam con bombas de napalm, quemando vivas a personas no combatientes que si se salvaron sufrieron de por vida las secuelas de sus lesiones, cuando los aliados durante la Segunda Guerra Mundial bombardearon Dresden, ciudad sin importancia estratégica matando «al azar», doscientos mil seres humanos, o cuando Estados Unidos usó bombas atómicas sobre Nagasaki e Hiroshima sabiendo que mataría o condenaría a torturas indescriptibles a decenas de miles de japoneses.

Esos fueron, sin lugar a dudas crímenes de lesa humanidad.

En nuestro país se cometieron actos de terrible crueldad con más de dos mil seres humanos opositores al gobierno militar por suponerseles propósitos subversivos o como injusta vindicta por hechos de violencia que el régimen no pudo controlar o cuyos hechores no llegó a descubrir. Pero, todos ellos se ejecutaron contra personas determinadas, con muchas de las agravantes que consagra la ley penal para aumentar las penas básicas asignadas a los delitos: como, alevosía, aumentar deliberadamente el mal del delito causando otros males innecesarios para su ejecución, premeditación, abuso de las armas en términos que el ofendido no pudo defenderse con probabilidades de repeler la ofensa, con auxilio de gente armada, de noche y/o en despoblado etc ….

La mayoría de los autores de los delitos que se investigan que fueron cometidos por agentes del Estados, seguramente verán o habrían visto aumentadas sus penas por las agravantes de las que se ha hecho un parcial enunciado. El resultado fue dolor y congoja para quienes sufrieron sus efectos o para sus familiares. Pero las pregunta que parece necesario hacerse es: ¿habría sido distinto el dolor de las heridas o el que se sufre por la pérdida de un ser querido si éste hubiera sido víctima de un delito cometido por personas que no eran agentes del estado?. Una violación con resultado de muerte, un homicidio con premeditación y ensañamiento cometido para facilitar un robo, ¿disminuye la congoja familiar o hace variar la situación patrimonial del grupo en forma diferente si se comete por un delincuente común?..

Pareciera ser que la diferencia se encuentra en la sensación de impotencia de las víctimas frente al poder del Estado que les negó la justicia, y que el dolor se exacerbó cuando los Tribunales no pudieron o no quisieron investigar los hechos que se denunciaban.

Cuando esta situación se mantiene por muchos años se explica la dificultad para perdonar y el deseo de infringir al otro, el mismo o parecido dolor que se causó.

Sin embargo, el mismo Código Penal que consagra en su artículo 10° las agravantes que hemos reseñado, contiene en su título V, las formas de extinguirse la responsabilidad penal. No nos referiremos a la amnistía, por las dificultades que se ha encontrado al aplicarla, pero sí, a la prescripción de la acción penal. Cierto es que la mayoría de los delitos que se investigan se cometieron hace más de quince años, con lo cual, se encontrarían a la sazón prescritos, pero una ley interpretativa podría quizás establecer que, para este tipo de actos el plazo de prescripción empezara a correr desde la fecha en que asumió el poder en Chile un Presidente elegido en votación directa por los ciudadanos.

De este modo, delitos más graves cometidos, no se encontrarían prescritos pero sí aquellos sin resultado de muerte cuya persecución agobiaría a los tribunales y haría eterno el proceso de consolidación de la extraviada unidad nacional.

Este artículo ha demorado años en terminar de escribirse. Lo interrumpí, porque, en ese momento no pude concebir una solución razonable para poner fin al desencuentro producido por los sucesos terribles que habían conmocionado a los chilenos hacía 30 años. En el caso de la revolución de 1891, que dejó más de diez mil muertos en los campos de batalla, en que se profanaron los cuerpos del enemigo y se multiplicaron los saqueos y requisas por los triunfadores, que se habían alzado en contra del gobierno invocando su apoyo a la constitución y a las leyes la animadversión duró un período parecido pero, sin la acritud presente.

Sin embargo, en este lapso, la situación ha cambiado, porque los tribunales chilenos, en forma general han aceptado, siguiendo una corriente internacional, la figura del secuestro permanente y la no aplicación de la prescripción a los llamados delitos de genocidio primero y, después a los delitos cometidos por agentes del estado.

Con esto la ley de amnistía aún vigente y no derogada aunque los últimos gobiernos hayan tenido sobradas mayorías para hacerlo, favoreció solamente a quienes atentaron contra la seguridad del Estado, infiltrando, para socavar la disciplina, los cuerpos armados y agrediendo a la fuerza pública y apropiándose de propiedad privada por motivos considerados políticos.

Además en los periódicos ha reaparecido nuevamente la publicitada figura del juez español don Baltasar Garzón, disponiendo la apertura de fosas comunes en que se supone enterrados los cuerpos de izquierdistas ejecutados durante la Guerra Civil Española, en 1936, es decir más de setenta años, en rescate de la memoria y suponemos que para sancionar a los culpables, si alguno aún se tiene en pié. No he sabido que haya dispuesto también la exhumación de las monjas y curas torturados y ejecutados por los gobiernistas en las fases iniciales del conflicto.

El autor de este artículo casi siempre procuró, en sus notas periodísticas esbozar en la conclusión alguna reflexión que condujera a cada lector a extraerla por sí mismo o que enunciara una solución que le pareciera razonable. En este caso rehusa hacerlo, pero recuerda a quien lea este escrito inconcluso, que no solo algunas escuelas sociológicas comparan a las sociedades con el organismo humano, sino que toda la naturaleza nos invita a admirarla por una armonía sobrecogedora, alterada solo por la obra destructora del hombre que no quiere sentirse parte de ella, sino su señor absoluto.

Toda la naturaleza nos enseña que las heridas por dolorosas y profundas que sean se curan y cicatrizan a menos que el resultado de ellas haya sido la muerte de la víctima y nos muestra que no es sano mantenerlas abiertas o reabrirlas de vez en cuando para revivir el dolor, porque una y otra acción atenta a la larga contra la vida que la naturaleza quiso proteger.

Cuando se ha perdido a un ser querido, el dolor talvez nunca desaparezca, a lo más se atenúe y se convierta en un recuerdo que nos acompañe toda la vida, y ese dolor nos hará casi siempre más conscientes de nuestra feble condición humana,  si a ese dolor se agrega la veneración de su memoria,  a nadie se dañará, pero cultivar el odio e inculcarlo en quienes no vivieron las tensiones de una época y mantenerlo vigente con actos colectivos y denostando eternamente a “los otros” se  mantendrá un país dividido y, perpetuamente amargados, a quienes no han aprendido a perdonar y a tener compasión por los que quizás no la tuvieron, pero que siguen siendo nuestros semejantes… aunque nos duela, porque, son parte de esa misma patria agraviada, lastimada y dañada.

                                                               Mario Alegría Alegría

 

Terminado de escribir el 19 de Octubre de 2008