A veces quisiéramos opinar en favor de personas e instituciones que actualmente se encuentran en entredicho, pero no siempre es tarea sencilla porque siempre ha sido más fácil conocer el demérito que el mérito, que se oculta por modestia o simplemente se olvida después de conocido.
Y al hacer ésta reflexión, tengo en mente a una persona muy especial y un período epecífico de nuestra historia que, al decir de Ortega, habría sido al menos, parte de su «circunstancia»: los gobiernos de don Gabriel González Videla y de don Carlos Ibáñez del Campo, entre 1946 y 1958.
Los señores González Videla e Ibáñez del Campo tuvieron poco en común pero existió una norma jurídica que, de algún modo los vinculó: la Ley sobre Defensa Permamente de la Democracia, también llamada Ley Maldita» por los partidos marxistas. Durante la presidencia del señor González Videla se la aprobó por un congreso mayoritariamente gobiernista, y a fines del gobierno del señor Ibáñez, quien había prometido derogarla durante su campaña electoral, se le puso fin. Es decir, el señor Ibáñez usó de la ley por varios años y pospuso su derogación cuando ya no la necesitaba.
Habría que pensar, que el señor Ibáñez en su segunda presidencia, tenía ya «muñeca política», adiestrada en su voluntario exilio en la República Argentina después que se viera obligado a abandonar el poder en 1931.
Lo cierto es que la ley en comento constituyó una flagrante infracción a las normas del debido proceso y afecto gravemente más de algún principio constitucional, y para bien o para mal, se la aplicó con mucha dureza mientras estuvo en vigencia.
El proceso se iniciaba a requerimiento de la autoridad político-admistrativa: el Intendente o Gobernador correspondiente y, desde ese momento, era difícil para el inculpado sustraerse a las graves sanciones impuestas por la ley.
En efecto, eran tantas las presunciones de haber participado como autor de alguno de los delitos que la ley sancionaba, que era seguro que el inculpado sería sometido a proceso, al término del plazo de detención y que, encargado reo, no vería la calle por mucho tiempo, ya que los delitos configurados por la ley eran inexcarcelables.
Don Alberto Toro Arias se desempeñaba por esos años como Ministro de la Corte de Apelaciones de Valparaíso y quien escribe estas líneas, que era por entonces estudiante de Derecho, trabajaba al mismo tiempo como oficial subalterno del Tribunal. Dentro de sus funciones le correspondía servir de actuario a los ministros que, conforme a un turno, tramitaban los procesos por infracción a la ley sobre Defensa Permanente de la Democracia.
Ocurrió, como en muchas ocasiones, que las huelgas que se producían, sobre todo en los servicios públicos, dieran origen a denuncias de la autoridad en contra de dirigentes gremiales y políticos de diversa alcurnia.
Entre los afectados esa vez se encontraba un matrimonio de modestos campesinos de La Calera, el marido, analfabeto y humilde hombre de nuestro campo y su cónyuge, una activa mujer, militante del Partido Comunista que había sido regidora de la Municipalidad de esa ciudad hasta que la ley tantas veces referida, la privó del cargo. El delito: mantener en su poder literatura que hacía la apología de los regímenes y de la doctrina marxista y ademas algunos ejemplares de «Estrella Roja», un periódico de circulación clandestina del partido.
Por el turno, correspondió instruir el proceso a don Alberto Toro Arias y, como juez encargado de aplicar la ley; debió someter a proceso a ambos cónyuges pasado el plazo de detención.
Hay que agregar que el matrimonio tenía, no recuerdo exactamente si seis o siete hijos menores, que quedaron en total abandono. Como casi siempre ocurre en Chile, una vecina, de buena voluntad, se hizo cargo de los niños que sumó a los propios en su vivienda campesina, sin considerar o tal vez con plena conciencia que tendría que compartir con ellos, su propia pobreza.
Como es también usual entre personas no versadas en derecho, la buena señora creía firmemente que dependía de la voluntad del juez conceder a los reos su excarcelación y con tal convicción pidió audiencia al Ministro instructor de la causa.
Le contó sus penas para procurar que el magistrado concediera a ambos la excarcelación o, al menos, a uno de ellos ya que sus esfuerzos reultaban insuficientes para mantener a todos los niños y éstos comenzaban a pasar hambre.
Don Alberto, la escuchó, le explicó que la ley le impedía otorgar la libertad a sus amigos y le entregó un cheque, de su propia cuenta corriente para que lo cobrara y comprara, con el dinero, la comida que hacía falta en su casa.
El gesto lo conocí, porque el señor Toro también le pidió que regresara todos los sábados a recibir su cheque mientras durara la prisión preventiva del matrimonio y yo fui el intermediario que todos los fines de semana le entregaba el documento que le permitía dar de comer a los niños.
Para los procesados por esa ley la única forma de salir pues, era que el Congreso aprobara una ley de amnistía, lo que ocurría generalmente, algunos meses después de haberse aquietado el ambiente político y social en el país.
Así ocurrió también en este caso, y durante ese tiempo, semana a semana, don Alberto Toro Arias entregó a la amiga de los reos el dinero necesario para que los niños no carecieran de «la cóngrua sustentación», que, a los hijos legítimos reconoce el Código Civil.
Ahora que se critica a los Poderes Públicos y a veces se pone en tela de juicio a las personas que los integran, he querido recordar a ese hombre bueno y a ese hombre justo que fue don Alberto Toro Arias, quien como magistrado debió cumplir la ley y mantener en prisión a los padres, pero que como hombre de bien, sin gozar de esas grandes fortunas que ahora permite acumular el libre mercado y la sociedad de consumo, compartió sus modestos recursos con los hijos cuyos padres no podía liberar.
Mario Alegría Alegría
Publicado en el diario El Mercurio de Valparaíso 27 de enero 1997