En una nota anterior me referí al poder de los jueces del crimen y a su capacidad y atribuciones para investigar personalmente los delitos, con el auxilio de la policía, pero sin encargar a ésta la conducción de las diligencias indagatorias.
A los fiscales corresponderá ahora esa tarea, pero con muchisimos menos atribuciones, ya que tendrán que recurrir a menudo a los jueces de garantía para obtener las órdenes que hasta ahora, los jueces del antiguo sistema podían emitir por sí mismos.
Nadie puede saber como funcionará el sistema. salvo a través de las experiencias de otros países en que se encuentra establecida desde bastante tiempo la justicia que investiga, independiente del Juez que absuelve o condena en mérito de las pruebas recogidas por aquella. En Argentina y Perú existen fiscales y jueces, pero basta pensar en la calidad de la justicia en el último de los países citados para confirmarnos en la idea que la justicia, para ser tal, requiere más de hombres sabios que de leyes dictadas por legisladores sabios.
La otra condición, que de algún modo se corresponde con la idea ya expresada, es que a los jueces hay que dejarlos trabajar, con absoluta libertad y sin más controles que los establecidos en la Constitución y la ley. Por eso, ojalá que se mantenga lo que declara, en estos días, el Presidente de la Corte Suprema: que la justicia no está siendo presionada por el ejecutivo y que cierta campaña de descrédito obedece solamente a intereses políticos contingentes.
No hay motivos para dudar de tal afirmación atendida la fuente de que proviene y tranquiliza a quienes conocimos el régimen de nombramiento durante el último de los presidentes radicales en que había un turno para designar a jueces y ministros que correspondía a los tres partidos que formaban la coalición de gobierno: Radical, Conservador y Liberal.
Cierto es que el actual sistema de calificación de los funcionarios del escalafón primario, es bastante completo y transparente y que se enterró el viejo sistema de calificación en que los funcionarios cabían en sólo dos categorías, los buenos y los malos, según hubieran sido o no objeto de medidas disciplinarias.
Si el Poder Judicial ha hecho su trabajo, lo lógico será ahora que el ejecutivo y el legislativo hicieran el suyo: designar en las ternas y quinas que se le presenten a los mejores jueces, los incorruptibles, los insensibles al halago y las influencias de la familia y de los amigos, a los más honestos y celosos de su función pública que ¡ojalá también sepan mucho de derecho!
Para los fiscales, deseamos también las mismas cualidades, añadiendo una indispensable: recordar que, a diferencia de los jueces que pueden redactar las mejores sentencias en su escritorio, los fiscales deberán estar más tiempo en el terreno, en el lugar de los hechos, conocer a los delincuentes de su jurisdicción como antes lo hacían los buenos y honestos policías y dirigir la investigación desde la primera línea, teniendo en cuenta que les corresponderá no solamente perseguir la delincuencia sino impedir que la policía se corrompa en el permanente contacto con los delincuentes.
Y todo esto tendrá que hacerlo con facultades menguadas, ya que la prueba por excelencia de la participación delictual que muchas veces se obtenía libre y extemporáneamente como es la confesión, ahora le será difícil obtenerla, cuando él o la policía lea al detenido sus derechos entre los que va a resaltar el no decir nada que pueda incriminarlo. Triunfo absoluto de los derechos humanos… del delincuente, pero no de los del ofendido y de sus familias que verán librarse, en muchos casos, a los hechores de un crimen amparados en las dificultades que conlleva a veces el «debido proceso», para los ejecutores de la justicia.
No es este el lugar para emitir opiniones de doctrina penal, que tiene muchos defensores y algunos pocos escépticos, pero, con todas las dificultades propias de la puesta en marcha de un sistema procesal absolutamente diferente al que nos rigiera por casi 100 años, deseamos éxito en su misión a los nuevos fiscales. Advirtámosles, eso si, que para dar satisfacción a una sociedad acorralada por el delito, que necesita guardias privados y altas murallas en los mejores barrios y armas al alcance de la mano en las poblaciones marginales, para defender su integridad física y sus bienes requerirán entusiasmo y espíritu público y también imaginación y aplicación al trabajo, y una insobornable aspiración de lograr el equilibrio entre los derechos del ofendido y los del ofensor.
Mario Alegría Alegría
Publicado en El Mercurio de Valparaíso,el 22 de Enero del 2001