13. EL DÍA DE LA BUENA VOLUNTAD.

 

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Estoy ordenando viejos libros. Entre ellos, descubro uno pequeño, en rústica, de León Guillet, del Instituto de Francia, traducido y editado por Zig Zag en la década del 30, con una corta nota firmada por don Maximiliano Salas Marchanel 18 de mayo de 1939, como presidente del Círculo Pro Paz. Fue un modesto premio que ganara en el concurso escolar convocado ese ario     en celebración del «Día de la buena voluntad».

     Necesariamente afluyen los recuerdos, el de don Maximiliano, maestro de siempre, que fuera director general de Educación primaria y después profesor en la Universidad Santa María, pequeño, enjuto, de bigote y barba en punta y completamente blanca, vivaz y entusiasta, sobriamente elegante como lo eran los caballeros de la época y dispuesto a jugarse por las buenas causas en la Presidencia del Círculo Pro Paz.

     El día de la buena voluntad se avenía perfectamente con el premio, un libro de Gufflet, optimista, sugerente como su título. «Sí hijos míos, la vida es bella cuando.., y que, en cada capítulo, daba una respuesta cuando se sabe tener amigos, cuando se posee una bondad activa; cuando se es entusiasta y dinámico y así hasta el final seguían las reflexiones, sencillas, un poco ingenuas

talvez, pero siempre bien intencionadas.»

     Hoy ya no se recuerda el día de la buena voluntad, pero sí de la madre, el del padre, el de los abuelos, y tantos otros que, revestidos de profusa publicidad, aumentan las ventas de las grandes tiendas y los esfuerzos de la gente por parecer antes que por ser. La buena voluntad no vende y el libro no es premio porque no se lee, más vale un Nintendo o una Barbie, que las páginas

que invitan asoñar.

     En mayo de 1939, sin embargo, apenas meses antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial, había hombres que creían en la bondad y niños que soñábamos

con un mundo justo y feliz, y que describíamos, seguramente usando lápices de grafito, nuestra visión de lo bueno y de lo sabio.

El mensaje no era nuevo, hacía ya más de 1.900 años que un hombre en Galilea había expresado la fórmula simple de la paz y del respeto a la dignidad del hombre: ama a tu prójimo como a ti mismo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Los laicos podían deducir la misma convocatoria, sin mucho trabajo de las ideas de Kant sobre la moral. De allí confianza de algunos hombres buenos como el señor Salas Marchant en que incentivado en los niños la inquietud por pensar en forma simple acerca de cosas muy profundas se les ayudaría a resolver con acierto los problemas que les presentara la vida de adultos.

     Llegó la guerra meses después, y con ella el bombardeo indiscriminado de civiles, la persecución a los judíos en Alemania y en los países ocupados por esa nación y como corolario, el bombardeo con bombas atómicas de las ciudades japonesas por el campeón occidental de los Derechos Humanos, los Estados Unidos, el que no vacilará tampoco, años más tarde, en quemar vivos a niños, mujeres y ancianos con bombas de napalm en las ciudades de Vietnam.

     Cuánta buena voluntad faltó en el mundo de entonces y cuánta falta hasta hoy, pero también cuánta diferencia hay entre el mundo de 1939 que aún tenía esperanza, y el mundo de 1997 que la ha perdido.

     En efecto, hablar de buena voluntad es hablar de valores morales; lo bueno es lo que tiene «bondad en su género» según el diccionario de la lengua y bondad es la natural inclinación a hacer el bien, y, en una de sus acepciones, voluntad es «intención, ánimo, o resolución de hacer una cosa». De este modo se dimensiona la buena voluntad, como una forma activa de hacer el bien, es decir de actuar

conforme a los valores que, en algún sentido se acercan también al concepto de lo bueno, si nos alejamos de la axiología para atribuirles contenido social antes que filosófico.

     Faltó desde 1939 en adelante     la buena voluntad para el prójimo, la aceptación del otro y de su derecho a ser y pensar diferente. Ni la Convención de La Haya de 1907 ni el Convenio de Ginebra de e 1929, pudieron humanizar la guerra ni la mejor de las Constituciones Políticas ha podido prevenir la ocurrencia de gravísimas transgresiones de los derechos humanos, cuando se produce una conmoción interna grave o un conflicto internacional porque tales casos, suspendida la vigencia del estado de derecho, se han cometidos los crímenes más atroces.

     En otros términos, ni la ley internacional ni las  Constituciones y leyes nacionales son capaces,  en caso de conflictos armados de proteger efectivamente los derechos humanos, porque ese enorme poder solamente se radica en la buena voluntad de las personas, pero cuando aquélla ha pasado a formar parte integral de su conciencia y de la conciencia colectiva.

     Por eso, hace pocos días en una reunión en que se conversaba sobre los derechos humanos y la forma de defenderlos, cuando uno de los contertulios leyó unas hermosas páginas de un conocido catedrático en que en forma metódica, clara y bellamente expresada se contenía la evolución constitucional referida a los derechos humanos, no puede dejar de gozar como antiguo profesor con clara exposición y la grata forma de decir lo que las constituciones han expresado y dispuesto sobre los derechos humanos. Sin embargo, y como siempre ocurre cuando se trata de un tema complejo, pensé que nos estábamos «yendo por las ramas» y que los derechos humanos nunca estarán suficientemente protegidos por la Constitución y por la ley, si no se transforma realmente en valores dentro de una sociedad que cada vez más se aleja de aquello que pueda afectar su forma de vida, su conciencia, sus inversiones     y las leyes sacrosantas del mercado.

     Si un valor indudable es la dignidad y la protección de la vida humana, pero no sólo de la propia sino del semejante, ¿qué sentido tiene aceptar sin chistar que dicho valor sea momento a momento agredido en la televisión, en internet y en todos los medios a los que tienen acceso nuestro hijos y nuestros nietos?

     Si hasta en los dibujos animados se hace el elogio de la violencia, ¿puede el hombre de hoy engañarse creyendo que sus alarmas y vigilantes, lo pondrán a cubierto del submundo de seres degradados por la propia sociedad que a él le sirvió para prosperar y medrar?

     La verdad es que, después de estas reflexiones volví al libro sencillo y, a ratos, ingenuo de León Guillet en cuya lectura procuraré interesar a mis nietos y sentí como una grande, una dolorosa falta, la de don Maximiliano que nos invitaba a reflexionar siquiera un día en el año en la buena voluntad y a que nos arriesgásemos a poner en el papel lo que pensábamos de la relación con nuestros semejantes.

 Mario Alegría A.

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