27. CUANDO LOS JUECES SE ATREVEN.

Corría el mes de mayo de 1943 en Viña del Mar y, por entonces, todos los asuntos judiciales ordinarios estaban a cargo de un Juzgado de Letras de Menor Cuantía, al que correspondía realizar las primeras diligencias en todas las causas criminales, aunque sólo retuviera el conocimiento de aquellas que correspondían a delitos sancionados con presidio o reclusión en su grado mínimo, vale decir hasta 540 días.

La ciudad era mucho más pequeña que ahora y con un tercio de sus habitantes, tenía un tranquilo pasar, agitado sólo ocasionalmente por sucesos criminales. El Casino funcionaba seis meses, «la temporada» como se la llamaba y, en los otros seis, los juegos de azar, prohibidos por ley se refugiaban en casas particulares y además, según era «vox populi», en un gran edificio muy céntrico, bajo la pantalla de un Club Deportivo, el «Rivadavia».

Se cerraba el Casino y abría sus puertas el Rivadavia y estos hechos a fuer de conocidos, resultaban casi naturales para la población, pero bastante molestos para la justicia. Esta, había dispuesto al menos cuatro allanamientos al Club para sorprender los juegos ilícitos y sus instrumentos, sin lograr, ningún resultado. Dos veces la policía civil y otros tantos la uniformada habían devuelto las órdenes «sin resultados».

Así las cosas, y ausente por vacaciones el Juez titular, llegó a reemplazarlo en calidad de suplente, don Eduardo Fernández Zapata por entonces Oficial 1° de la Corte de Apelaciones de Valparaíso; En el Tribunal, trabajábamos entonces y con apenas unos meses de experiencia, dos estudiantes del Primer año de Derecho de la Escuela de la Universidad de Chile, Fernando Chinchón Huerta, actual Receptor Judicial de mayor cuantía y quien escribe esta nota.

El Juez subrogante llegó al Tribunal con un encomiable entusiasmo y dispuesto a demostrar que un juez suplente puede hacer muchas cosas y, por eso no nos extrañó que nos citara para un sábado por la noche (del 27 al 28 de mayo) para una diligencia especial que no nos dio a conocer.

Bastante impresionados por la perspectiva de una pequeña aventura judicial, de un «proceso activo» tan extraño en nuestro ambiente, tanto Fernando Chinchón como yo llegamos al Tribunal mucho antes de la hora proyectada. El Juez suplente llegó al Tribunal con dos amigos suyos, el abogado don Enrique Vargas Carretero y el periodista del diario «La Unión» y egresado de derecho don Manuel Tobal quienes actuaron como testigos y designó como secretario ad hoc a Fernando Chinchón en el proceso que en ese momento se iniciaba, con lo que se llama, en jerga judicial, «auto cabeza de sumario».

Ahí recién se nos puso al tanto de lo que hariamos: el Tribunal allanaría personalmente el Rivadavia donde esperaba encontrar jugando a muchas personas. La fuerza pública constituída por una pareja de carabineros se recogería en la calle y se trasladaría junto con nosotros en dos autos de que disponía el Tribunal. Así se hizo y los carabineros requeridos por el juez, en la calle y con la sola presentación de una copia de su reciente nombramiento, subieron al auto, sin avisar a su cuartel, a expresa petición del Tribunal.

La diligencia se cumplió con la precisión de un buen reloj suizo y el juez, acompañado por uno de los carabineros se quedó en la planta bajo notificando el allanamiento al encargado del local mientras el Secretario ad hoc con los testigos y el suscrito con el otro miembro de Carabineros, cuya corpulencia inspiraba respeto, ingresábamos a las salas de juego del segundo piso.

Increíble pero cierto, lo sorpresivo de la acción, permitió que solamente escaparan unas pocas personas por los techos y que nuestro corto grupo detuviera a más de cincuenta personas. En la sala que me correspondió allanar jugaban a la ruleta unas cuarenta personas en una mesa doble, como las antiguas del Casino Municipal y que obviamente no habría podido pasar desapercibida en ningún allanamiento. Y debo confesar que mis diecisiete años no me daban seguridad alguna para afrontar una eventual «estampida» de los jugadores a pesar de la tranquilizadora presencia del único carabinero que me acompañaba. Afortunadamente los administradores y los jugadores lo único que querían era no agravar su situación y se sometieron resignadamente a la tramitación posterior.

Esa noche fueron interrogados todos los detenidos, como procedía en derecho, tanto los jugadores como los administradores del recinto y solamente con el tiempo justo para tomar desayuno con Fernando Chinchón que ese día celebraba su cumpleaños en las antiguas «Cachás Grandes».

La acción estuvo en la prensa local y «La Unión» le dedicó un espacio importante entre las noticias policiales y «La Opinión», otro diario de la época, ocupó con ella buena parte de su primera plana.

El expediente con los documentos y el dinero incautado pasó al Juzgado del Crimen de turno en Valparaíso, pero lo que no contó la crónica periodística, porque en ese momento era secreto del sumario, fue que se incautó también una libreta en que se anotaban los gastos de recibo del Rivadavia, entre los que figuraba una «asignación» mensual para dos parlamentarios de la provincia. ¿Simple colaboración por simpatía ideológica? ¿invención descabellada de los administradores? Además había una lista larga de créditos otorgados a familiares de las personas que debieron actuar en los allanamientos anteriores, en que nada se encontró.

Personalmente, nunca me preocupé por lo que ocurrió con el proceso en el juzgado del Crimen de Valparaíso pero lo cierto es que este fué un ejemplo claro de lo que puede hacer un modesto juez suplente de un juzgado de menor cuantía cuando se lo propone.

El Club Rivadavia, el principal centro de juego clandestino en Viña del Mar, cerró para siempre sus puertas.

Para mí, la experiencia fue una lección que aproveché cuando, siendo ya miembro del Escalafón Primario del Poder Judicial, pude también realizar algunas diligencias personalmente, asistido por la policía pero no encargándolas a Carabineros ni a Investigaciones en aquellos casos que requerían una investigación realmente cuidadosa y directamente a cargo del Juez instructor del proceso. Pero esa ya es harina de otro costal!

                                                                         Mario Alegría Alegría

 

 

Publicado en el Diario El Mercurio de Valparaíso el Domingo 2 de Febrero 1997

21. VICISITUDES DE UN JUEZ INEXPERTO.

En el mes de diciembre de 1954, quien escribe esta nota fue designado Secretario del Tercer Juzgado del Crimen de Valparaíso y, un par de semanas mas tarde, el juez titular del Tribunal, don Benjamín Melo Ereman, magistrado y profesor de la Universidad de Chile en Valparaíso, recordado con sincera estimación por sus colegas y alumnos, solicitó sus vacaciones.

Varios años de servicios judiciales como empleado subalterno, mientras cursaba los estudios de derecho, representaban una buena práctica o materia de tramitación penal, pero resultaban insuficientes para dempeñarse como juez a cargo de uno de los tres juzgados del Crimen, te cubrían por entonces la jurisdicción de Valparaíso y Viña del Mar. En todo caso, no correspondía acusar el golpe y, asumí el cargo con mucho entusiasmo, el que siempre es útil, aunque, a veces haga desbarrar.

Los primeros días, fueron de bastante trabajo, pero sin «grandes casos» de esos que interesan, pero también abruman y yo creí, ingenuamente, que las cosas seguirían igual hasta la vuelta del titular, después e sus vacaciones. Sin embargo, este pronóstico no se cumplió, porque un día cualquiera, aciago para mí, se encontró en Reñaca Alto, en lo que entonces era una despoblado, refugio sólo de parejas enamoradas que más de un susto se llevaron por cultivar sus amores en sitio tan desolado, el cadáver de un hombre con varios días de exposición al sol. Las primeras diligencias a cargo del Juzgado de Menor Cuantía de Viña del Mar, me permitieron saber, por la prensa, que el cadáver pertenecía al cuidador de la casa de yates de Recreo de apellido Brandt el que, aparentemente, habría sido torturado antes de ser asesinado y que, el proceso, correspondería proseguirlo a mi juzgado.

No me quedó mis que aguantar el chaparrón y hacerle frente lo mejor posible. 

Para entonces ya se habían tejido varias historias acerca del homicidio, aprovechando diversas circunstancias un tanto exóticas: la víctima, de nacionalidad alemana, aunque ya por muchos años viviendo en Chile, no tenía grandes amistades, péro había salido de su casa, al decir de su cónyuge, con un desconocido que no pudo describir con detalle suficiente. El lugar de trabajo y residencia del señor Brandt era propicio para que la imaginación de algunos policías y periodistas se echara a volar hasta pensarse que pudo aprovecharse la soledad del lugar para traer a tierra sin pagar los impuestos prohibitivos que entonces gravaban su importación, los licores y tabacos extranjeros ¿y por qué no?, algún cargamento de cocaína que ya tenía consumidores no sólo en ambiente bohemio, sino en otros círculos, que tal vez sea preferible callar. De ahí a concluir una trama de «thriller» de televisión, solamente faltó un paso. Se dijo pues que el señor Brandt, habría recibido en depósito un contrabando que fingió haberle sido sustraído en parte, la que habría escondido en un arenal de Reñaca.

Que uno de los confabulados o varios de ellos no se creyeron el cuento, que lo sacaron de su casa con engaño y luego lo secuestraron y llevaron a viva fuerza a Reñaca donde lo torturaron para que diera la clave del escondite y luego lo mataron con un golpe en la cabeza.

Todo parecía calzar, y por varios días, siguió la policía civil las pistas más variadas, acosada por la prensa que exigía resultados. Hay que pensar que Chile en esa época no era un país violento corno ahora, que no había muertos en las carreteras día a día, ni asaltos a los bancos, ni terrorismo y que la mayoría de los escasos homicidios que se cometían eran producto del alcohol o de los celos. En medio de este ambiente relativamente bucólico, el «Crimen de la Casa de Yates» como se le llamó, concitó el interés de la opinión pública y de la prensa de todo el país.

Las pistas se confundieron más todavía cuando una segunda autopsia reveló que el cadáver no presentaba señales de haber sido torturado sino que la destrucción de la piel incluso en las plantas de los pies, donde según la imaginación de los más, se le había aplicado fuego para que confesara el escondite del contrabando, era solamente producto de una larga exposición al sol del verano en Reñaca.

La prensa, pendiente de las noticias, seguía el rastro a la policía y probablemente algún informante desde el interior del servicio, le permitía dar noticia anticipada de los próximos pasos de la investigación.

Esto llegó a hacerse tan visible que, me visitó el Prefecto de Investigaciones de Valparaíso y se quejó amargamente del asedio de la prensa que no lo dejaba trabajar y me pidió que adoptara alguna medida al respecto, aunque fuere por unos días, prometiéndome resolver el crimen si así se hacía.

El novel juez se acordó del decreto Ley N° 625 sobre abusos de Publicidad que no había sido aplicado desde hacía años y que permitía prohibir a la prensa, por un período determinado, que informara acerca de un hecho delictuoso cuando, por este medio, podía facilitarse la investigación o cuando la naturaleza del asunto aconsejara el sigilo.

Convencido de la necesidad de facilitar el trabajó a la policía civil, nuestro juez se apresuró a dictar la resolución correspondiente y a comunicarla de inmediato telegráficamente, como correspondía a la época, a los más importantes periódicos de Valparaiso y de la capital.

En lo que no paró mientes fue que, al día siguiente, se celebraba en Santiago el banquete con que el periodismo nacional conmemora el día de la Prensa en el aniversario de la aparición de la «Aurora de Chile» y que el malhadado decreto se leyó en tan solemne ocasión como demostración que hasta un juez recién Ilegado podía poner «mordaza» al cuarto poder del Estado, utilizando una normativa casi en desuso.

Después de esa medida que, en nada sirvió al desenlace de la investigación a la que esperamos referimos en otra nota, la prensa se ocupó; al menos por un día, de publicar hasta en primera plana, lo que no se había prohibido: su opinión acerca del juez que se había atrevido a aplicar el decreto Ley 625.

Después de eso, el referido decreto ley pasó a ser regularmente usado por la justicia hasta el punto que no resulta ahora desusado que se prohibía informar temporalmente en casos que lo ameriten, pero mi propia experiencia en el momento en que se produjo, me demostró que no siempre hace noticia el delito y el delincuente que lo comete, sino también el juez que lo investiga.

                                                                                                   Mario Alegría Alegría.

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso, el 8 de Marzo de 1997

19.- LOS RECADOS DE LA CORTE.

 Una sala de la Corte de Apelaciones de Valparaíso, según versión de la prensa, dispuso que en la causa a la que se ha dado en llamar «El caso Drogas en el Congreso», el Juez don Roberto Contreras diera «estricto cumplimiento a lo observado por esta Corte en orden a proceder al cierre del sumario». Al leer la información, recordé otra Sala de la Corte de Apelaciones de Valparaíso que hace unos cuarenta años, dispuso que el Juez subrogante del Tercer Juzgado del Crimen, investigara con especial celo el llamado negocio de las postergaciones bursátiles».

Quien escribe esta nota era el Juez subrogante de marras y si bien la causa en que se dictó la resolución no tuvo nunca la espectacularidad de la actual, fue, en su momento, motivo de preocupación para mucha gente.

Pero llega el momento de situamos en el tiempo y en la realidad económica y política que se vivía en Chile. Terminaba su segundo mandato presidencial don Carlos Ibáñez del Campo y su política económica o la de su Ministro de Hacienda don Guillermo del Pedregal, había desatado una escalada de la inflación que movió a los particulares, con o sin fundamento, a invertir dinero, primero en valores bursátiles y luego a especular con ellos en forma desatada. A diferencia de la bolsa actual, había pocas transacciones al contado y en cambio la mayoría de las liquidaciones se hacían a futuro y en fechas fijas: la próxima y la mala, nombres que exigirían una explicación que bien puede dar lugar a otra nota.

Lo concreto era que las liquidaciones se hacían separadas por plazos de dos semanas y como los valores iban en alza, podía ser un excelente negocio comprar a futuro jugando a la inflación y, resultó ser tan bueno, que quienes estaban especulando estuvieron dispuestos a pagar hasta el 10% de interés mensual para mantenerse en el juego.

Es decir, siendo insuficiente el financiamiento bancario en un Chile en que el acceso al crédito era bastante restringido, los especuladores recurrieron a los préstamos de particulares que vieron, en este negocio bastante seguro, una inversión excelente que les daba 100 a 120% al año contra la inflación cercana al 50% y, garantizado su cobro con cheques de la cuenta corriente del deudor, cuya eventual falta de pago lo llevaba derecho a la cárcel.

Esta combinación requería intermediarios, los que, desde luego, no faltaron.

Desde el punto de vista del Derecho Penal, el art. 472 del código del ramo sancionaba con presidio o reclusión menores en cualquiera de sus grados al «que suministrara valores, de cualquier manera que sea, a un interés que exceda el máximo que la ley permita estipular».

Era y sigue siendo obligación de los jueces del Crimen actuar de oficio y en mi caso recibí la información de que un corredor de propiedades de la plaza actuaba como intermediario en el lucrativo negocio.

Personalmente extraje de un bolsillo del primer detenido una cartera llena de cheques listos para ser convertidos en dinero, con el beneficio indicado y alguna comisión para el intermediario. Los cheques nos llevaron a los beneficiarios prestamistas y, en 48 horas, el tribunal había detenido a una docena de implicados, todos ellos confesos del delito y con una buena prueba adicional constituida por su propia contabilidad casera o por otros cheques girados por sumas importantes a su favor.

La celeridad de la operación y la sorpresa permitieron que las confesiones judiciales y las demás pruebas sirvieran para encargar reos primero y, en definitiva, para condenar a las trece personas detenidas.

La verdad es que entre los detenidos no más de dos o tres eran verdaderos usureros, personas que durante la mayor parte de su vida habían esquilmado al prójimo necesitado, sin importarle la razón de su urgencia monetaria y que el resto estaba constituido por personas que habían hecho pequeñas fortunas con el trabajo esforzado de muchos años o que habían recibido al momento de jubilar, una indemnización importante que, sin analizar mucho la naturaleza de su acción, decidieron aumentar su renta por un medio que parecía fácil y seguro y al que el intermediario revestía del carácter de una mera gestión mercantil.

Así fue como tuve la dolorosa sorpresa y el amargo deber de detener personalmente, entre los demás, a uno de los implicados, comerciante de larga y honesta trayectoria que se dejó llevar por la tentación del dinero fácil. Yo había estado muchas veces en su casa, durante mi período de estudiante, enseñando a uno de sus hijos para ganarme un dinero que me hacía falta y el trance fue especialmente duro; pero, quienes han ejercido funciones judiciales, sobre todo vinculadas a la justicia del crimen, saben que estos momentos ocurren alguna vez en la carrera y que las consideraciones personales hay que dejarlas a la entrada del Tribunal.

La investigación en estos casos siempre abre nuevos caminos por explorar y, en éste, conducían a un nuevo sector de intermediarios y de prestamistas dentro o muy cerca de la bolsa de corredores y en número y volúmenes de crédito muy superiores. Tan cierto era el riesgo, que la propia institución comisionó al distinguido abogado y catedrático don Enrique Wiegand Frödden, para que convenciera al Juez novato que «el llamado negocio de las postergaciones bursátiles» no constituía usura. Fue una larga audiencia en que llegamos a un virtual acuerdo y no podía ser de otro modo: una transacción bursátil a futuro podría ser especulación pero no era usura, pero como esta especulación se alimentaba con dinero proveniente, en buena medida, de créditos otorgados con intereses que la ley calificaba de usurarios, esas otras operaciones sí lo eran. Es decir, la investigación no tenía por qué detenerse.

En esos momentos y conociendo de una excarcelación que se había denegado, la Corte confirmo la resolución de primera instancia y agregó el recado que insertamos al comienzo de esta nota.

Al recibir el expediente con el mensaje de investigar ‘con especial celo» el llamado negocio de las postergaciones bursátiles, sentí que se me otorgaba el respaldo para llevar la investigación hasta sus últimas consecuencias aunque ello significara una crisis en el mercado de valores. Así lo entendí y preparaba mi plan de acción para realizar también personalmente otra serie de allanamientos cuando recibí un llamado telefónico del Ministro que presidía la Sala que me había enviado el mensaje, pidiéndome que concurriera de inmediato a la Corte.

Debo explicar que antes de mi designación como Secretario Judicial y mientras terminaba mis estudios de derecho y preparaba memoria y licenciatura, yo había sido funcionario subalterno del Tribunal y que, por eso, los Ministros me conocían y trataban con cierta confianza, a cambio de mi natural deferencia.

Con esta aclaración necesaria, pude explicarme, un poco a medias, la entrevista que tuve con dos Ministros de la sala, que con el grado de confianza que me tenían, me recomendaron que no procediera con excesivo entusiasmo en el curso de la investigación, sino con especial mesura.

Apenas me atreví a pedirles una explicación que aclarara la aparente contradicción entre el recado escrito y el mensaje verbal pero uno y otro y por separado me insistieron en que «tomara las cosas con calma».

Hasta ahora tengo la duda de si los jueces de la alzada, con más experiencia que la mía y conociendo mi juvenil deseo de hacer la investigación por mí mismo y tan rápido como resultara necesario para su éxito, pensaron que pudiera causar un «mal mayor» al profundizar en ella y provocar quizás una crisis en el modesto mercado bursátil de la época.

Cinco días más tarde terminaba mi subrogación y poco después el Juez cerraba el sumario tan velozmente tramitado.

Nunca pude confirmar, en todo caso, si era fidedigna la información de uno de mis antiguos compañeros de trabajo de la Secretaria del Tribunal que me confidenció que, el mismo día que se me convocaba a la Corte, se había recibido en ella, un inusual llamado del Ministro del Interior.

                                                                   Mario Alegría A.

 

Publicado en Opiniones, el 25 de Mayo de 1997