60. LOS VILLANCICOS DE LA LIBERTAD.

 

 

Es bien sabido que en determinadas ocasiones o fiestas en que se celebran hechos que han tenido especial relevancia para el destino de un pueblo y a veces para la evolución histórica de la cultura occidental, los espíritus se conmueven por el valor simbólico que representan. Véase si no, el ambiente de fiesta marcial de los diecinueve de septiembre en Chile, cómo se ve hermoso el cielo y la cordillera nevada y cómo al son de las marchas con que se desarrollan los desfiles, los niños y los grandes sentimos cierta vanidad y orgullo por nuestro pasado y nuestros héroes que sacrificaron sus vidas cumpliendo más allá del deber descrito en las ordenanzas. Si esto ocurre en septiembre, Navidad es la ocasión del reencuentro con los sentimientos fraternales, con la caridad y con la comprensión de las debilidades de los demás, y con el amor, ese amor que trasciende el sexo y la familia, que abarca a la humanidad toda, a partir del niño nacido en el Belén de los cristianos, el Bethlehen de los judíos o el Beit Lahnn de los árabes, pero que, expresado en el idioma de todos los pueblos occidentales, es el símbolo de lo bueno y también de la liberación de los pobres y de los oprimidos.

A estos confusos sentimientos, que nos embargan en esas y otras ocasiones, no son ajenos los jueces, hombres y mujeres al fin, que por mucho que pongan la ley por encima de sus sentimientos y que, como la justicia, pretendan ser ciegos ejecutores de ella, no pueden sustraerse al ambiente que los rodea fuera de los tribunales, en las calles y en sus hogares. La música, el arreglo de las vitrinas, la algarabía de los niños, y el tráfago incesante que congestiona las calles y avenidas.

Esto resulta tan cierto que estadísticarnente, al menos hasta hace pocos años, las excarcelaciones bajo fianza otorgadas a los procesados aumentaban en número en las fechas cercanas a Navidad.

Esto lo sabían los abogados con experiencia que reservaban los casos difíciles de excarcelar, en los que las resoluciones siempre habían sido negativas, para hacer un nuevo intento en fecha cercana a Navidad lo que más de una vez resultó ser una fórmula exitosa.

Desde los años treinta y por varias décadas don Robinson Alvarez fue un abogado criminalista de renombre, conocido además por haber sido presidente del Colo Colo en varios períodos.

Era don Robinson de baja estatura, más bien delgado, de claros ojos azules y de un humor chispeante, según sus amigos, ya que yo penas si lo vi algunas veces cuando venía a la Corte de Valparaíso, en ocasiones que un cliente importante lo requería. Era también el señor Alvarez un hombre ingenioso y con imaginación, cualidades que mucho ayudan al thogado cuando se agregan a un buen conociniento del derecho, como ocurría en este caso.

Yo no fui testigo de la anécdota que relato a continuación, porque es bastante anterior aún la época que iniciara mis estudios de Derecho, pero la escuché  de labios del antiguo funionario de la Corte de Apelaciones, de Valparaíso, don Carlos García Gómez, Bachiller en leyes que ilustró con su experiencia y buen criterio a muchos de los jóvenes estudiantes que pasarnos por la secretaría del Tribunal.

El edificio de la Corte de Apelaciones no era el actual ubicado en la Plaza de la Justicia sino otro bastante más modesto, de apenas dos plantas y situado casi frente a la estación Bellavista de Ferrocarriles. La poca altura del edificio hacía que sus salas de alegatos se encontraran cercanas al nivel de la calle. En una de esas salas don Robinson tendría que alegar para solicitar, por enésima vez, que se otorgara la excarcelación bajo fianza a uno de sus clientes a quien el Tribunal de primera instancia se la había negado reiteradamente.

Esta vez la apelación se dedujo calculadamente muy cerca de Navidad y la causa la, conoció la Corte justamente en la víspera de esa fecha. Terminada la relación y apenas inició el señor Alvarez su alegato en favor de la excarcelación de su defendido, se escuchó, a través de las ventanas del Tribunal, el primero de varios villancicos de Navidad que tocaba un modesto organillero de esos que aún quedan en escaso número péro que por entonces recorrían regularmente las calles de nuestras ciudades. De ese modo, mientras el abogado se refería a la inocencia de su defendido aún no demostrada cabalmente, por lo que se mantenía su condición de procesado, y de la angustia de su familia que lo esperaba en el hogar para celebrar con él su libertad y la Navidad, los sones de la música callejera, acompañaban como telón musical sus argumentos y sus peticiones.

Puede haber sido una casualidad pero, junto con terminar su alegato se acabó el último villancico, el dueño del organillo se lo echó al hombro y siguió su ruta callejera y, el defendido de don Robinson obtuvo su libertad bajo fianza, tantas veces denegada.

Lo que nunca se supo fue si había sido una mera coincidencia la presencia del organillo y sus melodías  en esa víspera de Navidad o si había mediado un contrato suscrito por el habilidoso abogado para obtener la música de fondo,pero lo cierto fue que, sin lugar a dudas, para el reo excarcelado, estos fueron los villancicos de la libertad. 

                                                                                        Mario Alegría Alegría

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso, el 8 de Agosto de 1997

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