58. LIBROS DESECHABLES.

 

Parece un símbolo de los tiempos que los libros que se imprimen, se recomiendan y se venden para los alumnos de la educación básica y media sean desechables. Dentro del texto hay muchas páginas destinadas a ejercicios, tareas o pruebas que deben llenar los estudiantes durante el año lectivo. Como ya el lápiz de grafito es considerado una antigualla, la tinta en pasta que no se borra los hace inútiles para uso posterior.

A esto se suman las ligeras o mayores modificaciones al texto para adecuarse al gusto de los autores o de los cambiantes planes de estudio, para hacer del libro una cosa desechable como tantas otras que ha creado la cultura del consumismo.

De nada han servido las advertencias acerca del esfuerzo de los padres de recursos escasos para adquirir los libros «exigidos» por los profesores, no solamente de los colegios particulares sino también de los municipalizados o subvencionados. No alivia mucho su situación la entrega que hace el Ministerio de Educación a estos últimos establecimientos, porque resulta insuficiente, y esto puedo afirmarlo por haber formado parte, hasta hace poco, del directorio de una corporación que ayuda a los estudiantes de escasos recursos, y que conoce, por eso, sus carencias.

Para los padres, a veces un par de los libros exigidos les cuesta un 20 o un 25 por ciento de su sueldo mensual y si los hijos en edad escolar son tres o cuatro, ya puede apreciarse el problema.

Fácil sería que la autoridad educacional dispusiera que los ejercicios o pruebas de conocimiento que ahora se hacen «dentro» del libro y lo inutilizan, se imprimieran en un cuadernillo o separata que pudiera ser reemplazada cada año con un gasto mínimo.

Lejanos están los días en que los textos de estudios los heredaban los hermanos menores o los amigos menos favorecidos por la fortuna que los apreciaban a pesar de encontrarse trajinados y, a veces, con algún subrayado o nota personal. Así el libro cobraba valor y vida, y al hojearlo y estudiarlo nos encontrabamos de algún modo con quien le había dedicado tiempo como para que su lectura mereciera una acotación, por mínima que fuera, y aprendimos a respetarlo entendiendo que era o podía ser más que un objeto, un buen compañero para las horas de estudios aunque a veces nos costara volver a tomarlo para desentrañar el sentido de algún problema difícil cuya solución se nos escapaba o para entender la lógica de la historia o las abstracciones filosóficas.

Esta cultura del libro de hace siglos, cuando era un bien escaso, la transformó el mercado con texto hechos para un uso, al que no llega a quererse, sino apenas a aceptarse como algo que se irá a la basura cuando el lapiz de pasta haya emborronado las páginas de ejercicios.

Así se maneja el mercado para aumentar el negocio de editoriales que venden en cinco lo que les costó uno para «justificar» el «nivel crítico» de la producción de una nueva máquina. Este mismo sistema está a punto de destruir la labor de siglos en que el hombre leyó con devoción lo que hoy se devora y se bota.

¿Quién no ha leído más de una vez un buen libro, en diversas etapas de su vida y descubierto que la nueva lectura es diferente y tal vez más rica que la anterior o, al revés, que la obra que nos deslumbró en los verdes años, ahora nos parece ingenua o superficial?

Los que vivimos desde antes de la irrupción de las imágenes visuales en la vida diaria y que leímos para recrear otros mundos, otras personas y situaciones y que las vemos ahora sucederse en las pantallas sin dejarnos tiempo para reflexionar y sin permitirnos el goce de imaginar, nos sentimos sobrecogidos por tantos enemigos que se alzan contra el libro y la lectura.

Algunos de ellos nos parecen productos propios del mercado de las imágenes, ya que éste deja suculentos beneficios tanto a los empresas como a los mentores de esta «nueva cultura». Pero nos confunde y desazona ver como las autoridades de la educación nacional y los profesores, se entregan al juego del mercado y al de las dos o tres editoriales que lo acapara en nuestro país con estos textos de estudio desechables que aceleran la pérdida del respeto al libro y a la biblioteca, que se pretende sustituir ahora por la información que se «baja» de internet. Ya no habrá quienes gocen con el contacto físico del libro, quien lo cierre por un instante dejando una marca para retomar su lectura y para imaginar la escena descrita o entender el problema que se plantea, como se aleja uno para unas horas o por un momento de un buen amigo, ya no habrá quienes se gocen con un libro bellamente empastado a cuya lectura se agregue el goce físico del tacto y del olor del cuero del empaste. Nadie querrá tener en su casa una pequeña o gran biblioteca, porque la imagen sustituyó a la lectura y en un frío CD se refugiará el Quijote que alguna vez hojeamos, con cariño, en un texto viejo y estropeado por muchísimas lecturas.

Tal vez son estas reflexiones que corresponda a quien no se resigna a aplaudir todos los logros de la modernidad, pero cuando las autoridades y los profesores se quejan del pobre vocabulario de los jóvenes, de como se ha pervertido y minimizado el lenguaje y la comunicación entre ellos, creo que deberían entonar un «mea culpa» por la forma en que han contribuido a hacer del libro un producto desechable.

                                                                                                                 Mario Alegría Alegría

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso, el 3 de Julio del 2001

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