34. DEL MUNDO DE KARSTEN BRODENSEN.

Conocí a Karsten Brodersen en la década de los 40 como instructor del Club Gimnástico Alemán, que tenía su gimnasio formando parte del edilicio del antiguo colegio Alemán en el cerro Concepción de Valparaíso. El club ofrecía sus instalaciones y la posibilidad de aprender con sus profesores. no solamente a los miembros de la colonia o a los ex alumnos del colegio, sino atodos los porteños que quisieran hacer práctica en un lugar seguro y con la asistencia técnica de verdaderos expertos.

No de otro modo podrían calificarse a Karsten Brodersen y al profesor Milo quien, a pesar de sus años y aún en excelente estado físico, ayudaba a mejorar a muchos jóvenes que ni siquiera habíamos sido alumnos del colegio Alemán. En efecto. quien escribe esta nota concurrió allí por algunos meses en horario vespertino, casi nocturno, junto con un amigo con el cual habíamos egresado del liceo de hombres Nº 2 de Playa Ancha, y deseábamos relajarnos con una buena sesión de gimnasia después de estudiar por la mañana y trabajar toda la tarde.

En tiempos en que no existían los ‘Spa” ni el fisiculturismo de moda y, con propósitos. muchísimo más modestos, en lo que se refiere a nosotros y para mantener en forma a la legión de atletas de selección que formó esa dupla de profesores del colegio Alemán de Valparaíso, este último favoreció, así como el club. la práctica de la gimnasia, sin poner más condiciones que el pago de una modesta cuota, cierta compostura e interés por la práctica de la disciplina.

A pesar de que eran esos los años en que se combatía en Europa a regímenes totalitarios como los de Hitler y Mussolini, en la Corporación Colegio Alemán y en el club se favorecía la tolerancia racial y política en el ámbito de las prácticas deportivas. En ese ambiente conocí a Karsten Brodersen multiplicándose para enseñarnos a los novatos con firmeza pero con paciencia e impacientándose sólo con aquellos que por su anterior formación sabia que no debían equivocarse o que podían obtener una mejor “performance”.

Su aspecto físico de gran atleta y sobre todo la certeza de que al momento de los entrenamientos él se sacrificaba tanto o más que sus mejores discípulos y los brillantes triunfos que había obtenido defendiendo los colores de Chile, le otorgaban un ascendiente incomparable sobre sus alumnos. Todos de buen grado reconocíamos en él a un verdadero maestro y nos esforzábamos por ser dignos de merecer su preocupación y sus Consejos.

No por nada, en ese período, en el equipo nacional formaban ex-alumnos de colegio Alemán que con frecuencia estaban en el podio de los vencedores en los campeonatos sudamericanos en que Chile o ganaba u obtenía puestos de privilegio.

Para quienes no contábamos con las condiciones físicas ni con la formación que hace a los campeones, Karsten Brodersen, se hacía de tiempo y paciencia para enseñarnos y acompañarnos en los ejercicios básicos. Sin los sires de superioridad que ahora se observa en algunos profesores, y entrenadores de mediana o inferior categoría, sin las costosas y a veces extravagantes máquinas que se ve en los “spa”, donde mucha gente se prepara para lucir su físico antes que para competir por Chile o simplemente para tener buena salud.

Karsten Brodersen debe ser recordado, según creo, por muchos que asistieron a sus clases en el Gimnástico, recibieron su consejo y tuvieron el privilegio de tratar a este ciudadano de dos culturas, la germánica y la chilena, y que por eso supo ganarse la admiración y el respeto de todos los que nos sentimos en su momento, orgullosos de este alemán de origen y chileno de corazón que tanto ayudó a una práctica deportiva que en nuestra región al menos aparece hoy disminuida.

Este quiere ser un pequeño homenaje a Karsten Brodersen, pero también a la forma de convivencia que logró nuestra democrática sociedad de los 40. a la que no logró afectar profundamente ni siquiera la guerra que desde 1939 asolaba al mundo, y a pesar de que las colonias inglesas, norteamericanas y alemanas políticamente desearan el triunfo de los aliados o del eje. Esto permitió al resto de los chilenos aprovechar el ejemplo de muchos extranjeros de gran valor que llegaron a nuestra tierra y tuvieron lo que ahora llamaríamos inteligencia emocional para estimamos y ser estimados, conservando unos y otros nuestras peculiaridades culturales en una muestra de verdadera tolerancia.

                                                                                              Mario Alegría A.

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso, el 23 de Enero de 2002

20.- UN EJEMPLO PARA RECORDAR.

 

 A veces quisiéramos opinar en favor de personas e instituciones que actualmente se encuentran en entredicho, pero no siempre es tarea sencilla porque siempre ha sido más fácil conocer el demérito que el mérito, que se oculta por modestia o simplemente se olvida después de conocido.

Y al hacer ésta reflexión, tengo en mente a una persona muy especial y un período epecífico de nuestra historia que, al decir de Ortega, habría sido al menos, parte de su «circunstancia»: los gobiernos de don Gabriel González Videla y de don Carlos Ibáñez del Campo, entre 1946 y 1958.

Los señores González Videla e Ibáñez del Campo tuvieron poco en común pero existió una norma jurídica que, de algún modo los vinculó: la Ley sobre Defensa Permamente de la Democracia, también llamada Ley Maldita» por los partidos marxistas. Durante la presidencia del señor González Videla se la aprobó por un congreso mayoritariamente gobiernista, y a fines del gobierno del señor Ibáñez, quien había prometido derogarla durante su campaña electoral, se le puso fin. Es decir, el señor Ibáñez usó de la ley por varios años y pospuso su derogación cuando ya no la necesitaba.

Habría que pensar, que el señor Ibáñez en su segunda presidencia, tenía ya «muñeca política», adiestrada en su voluntario exilio en la República Argentina después que se viera obligado a abandonar el poder en 1931.

Lo cierto es que la ley en comento constituyó una flagrante infracción a las normas del debido proceso y afecto gravemente más de  algún principio constitucional, y para bien o para mal, se la aplicó con mucha dureza mientras estuvo en vigencia.

El proceso se iniciaba a requerimiento de la autoridad político-admistrativa: el Intendente o Gobernador correspondiente y, desde ese momento, era difícil para el inculpado sustraerse a las graves sanciones impuestas por la ley.

En efecto, eran tantas las presunciones de haber participado como autor de alguno de los delitos que la ley sancionaba, que era seguro que el inculpado sería  sometido a proceso, al término del plazo de detención y que, encargado reo, no vería la calle por mucho tiempo, ya que los delitos configurados por la ley eran inexcarcelables.

Don Alberto Toro Arias se desempeñaba por esos años como Ministro de la Corte de Apelaciones de Valparaíso y quien escribe estas líneas, que era por entonces estudiante de Derecho, trabajaba al mismo tiempo como oficial subalterno del Tribunal. Dentro de sus funciones le correspondía servir de actuario a los ministros que, conforme a un turno, tramitaban los procesos por infracción a la ley sobre Defensa Permanente de la Democracia.

Ocurrió, como en muchas ocasiones, que las huelgas que se producían, sobre todo en los servicios públicos, dieran origen a denuncias de la autoridad en contra de dirigentes gremiales y políticos de diversa alcurnia.

Entre los afectados esa vez se encontraba un matrimonio de modestos campesinos de La Calera, el marido, analfabeto y humilde hombre de nuestro campo y su cónyuge, una activa mujer, militante del Partido Comunista que había sido regidora de la Municipalidad de esa ciudad hasta que la ley tantas veces referida, la privó del cargo. El delito: mantener en su poder literatura que hacía la apología de los regímenes y de la doctrina marxista y ademas algunos ejemplares de «Estrella Roja», un periódico de circulación clandestina del partido.

Por el turno, correspondió instruir el proceso a don Alberto Toro Arias y, como juez encargado de aplicar la ley; debió someter a proceso a ambos cónyuges pasado el plazo de detención.

Hay que agregar que el matrimonio tenía, no recuerdo exactamente si seis o siete hijos menores, que quedaron en total abandono. Como casi siempre ocurre en Chile, una vecina, de buena voluntad, se hizo cargo de los niños que sumó a los propios en su vivienda campesina, sin considerar o tal vez con plena conciencia que tendría que compartir con ellos, su propia pobreza.

Como es también usual entre personas no versadas en derecho, la buena señora creía firmemente que dependía de la voluntad del juez conceder a los reos su excarcelación y con tal convicción pidió audiencia al Ministro instructor de la causa.

Le contó sus penas para procurar que el magistrado concediera a ambos la excarcelación o, al menos, a uno de ellos ya que sus esfuerzos reultaban insuficientes para mantener a todos los niños y éstos comenzaban a pasar hambre.

Don Alberto, la escuchó, le explicó que la ley le impedía otorgar la libertad a sus amigos y le entregó un cheque, de su propia cuenta corriente para que lo cobrara y comprara, con el dinero, la comida que hacía falta en su casa.

El gesto lo conocí, porque el señor Toro también le pidió que regresara todos los sábados a recibir su cheque mientras durara la prisión preventiva del matrimonio y yo fui el intermediario que todos los fines de semana le entregaba el documento que le permitía dar de comer a los niños.

Para los procesados por esa ley la única forma de salir pues, era que el Congreso aprobara una ley de amnistía, lo que ocurría generalmente, algunos meses después de haberse aquietado el ambiente político y social en el país.

Así ocurrió también en este caso, y durante ese tiempo, semana a semana, don Alberto Toro Arias entregó a la amiga de los reos el dinero necesario para que los niños no carecieran de «la cóngrua sustentación», que, a los hijos legítimos reconoce el Código Civil.

Ahora que se critica a los Poderes Públicos y a veces se pone en tela de juicio a las personas que los integran, he querido recordar a ese hombre bueno y a ese hombre justo que fue don Alberto Toro Arias, quien como magistrado debió cumplir la ley y mantener en prisión a los padres, pero que como hombre de bien, sin gozar de esas grandes fortunas que ahora permite acumular el libre mercado y la sociedad de consumo, compartió sus modestos recursos con los hijos cuyos padres no podía liberar.

                                                                                                            Mario Alegría Alegría

 

Publicado en el diario El Mercurio de Valparaíso 27 de enero 1997

7. EL ESPÍRITU DE UNA CASA.

 

En un diario de provincia leí una nota del poeta y profesor de la Universidad de Chillán Sergio A . Hernández, en que se refiere a sus recuerdos de Valparaíso y a una casa muy especial en estos términos:

     «Siempre es grato volver a Valparaíso, «Puerto de nostalgia», lo llamó Salvador Reyes; «Ciudad del viento» para Joaquín Edwards Bello. Neruda, atraído por lo abigarrado y tortuoso de sus laberintos, instaló su Sebastiana en uno de sus cerros y decía que esta ciudad lo emocionaba, porque este puerto tenía la virtud de perderlo entre sus calles. Para nosotros es el lugar de la amistad, de la casa de los Quevedo, del taller 410 de la Avenida Placeres.»

     Yo quisiera agregar algo por mi parte acerca de esa casa-taller. Llegué a ella el año 1943 cuando iniciaba mis estudios de derecho, junto con dos amigos, uno ya fallecido, Jorge Cerda Catalán, y el otro que jubilará como Ministro de la Corte Suprema, Marco Aurelio Perales Martínez y por supuesto, con un hijo del dueño de casa, Sergio Quevedo Rivera, compañero de curso, en la Universidad de Chile hoy Universidad de Valparaíso. Después el círculo de amigos se amplió con Raúl Di Doménico, Carlos Montenegro y otros nombres que se me escapan hasta que, sin darnos cuenta llegamos a integrar una familia que presidía con sabiduría y señorío, un ser excepcional, don Jorge Quevedo Arriaza. Pero, no sólo de leyes y de sueños universitarios se hablaba en esa casa, porque el arte tenía también en ella un lugar preferente, Jorge y René Quevedo participaban activamente en el grupo de grabadores dirigido por Carlos Hermosilla, a quien la crítica ha redescubierto después de un silencio sin excusa, y además, la hermana de aquéllos, Nena Quevedo, con singular gracia y simpatía enseñaba cerámica y joyería en la Escuela Municipal de Bellas Artes de Viña del Mar y en su propia casa.

     Pero a ese lugar de encuentro llegaba también la juventud religiosa del barrio Los Placeres, en la que Nena participaba con un grupo de amigas. Eran «las hijas de María» de la parroquia a quienes queríamos laicos y creyentes por la juvenil alegría, honesta y limpia que agregaban a la casa.

     Han pasado desde entonces muchos años, don Jorge se fue para siempre cumpliendo las leyes inexorables de la naturaleza, lo siguió Nena, cuando aún podía haber dado mucho más de lo que siempre brindó a todos, su arte y su sincera amistad que derrochó sin tasa ni medida.

     Por esa casa han pasado desde entonces, artistas plásticos como Irene Domínguez en sus escapadas de París, poetas como Sergio Hernández, diplomáticos, psicólogos y abogados, así como sacerdotes y monjas, chilenos y extranjeros, ingenieros y profesores, funcionarios y también obreros y artesanos, sin sentirse nunca extraños los unos a los otros.

     En estos largos años en que he vivido la peripecia de la vida, he sido siempre un asiduo visitante de esa casa mágica, enorme y que parece fría y casi tenebrosa hasta que se ilumina con sus muros cubiertos de pinturas y grabados mientras la mirada se desliza por los estantes llenos de una abigarrada multitud de libros en desorden, pero manidos, leídos y subrayados y de piezas de cerámica que podrían figurar sin desdoro en el mejor de los museos. Y la frialdad se esfuma igual que antes ocurría cuando se sentía la cálida recepción de su dueño, con su sonrisa de hombre bueno capaz de entender la algazara y los alocados sueños de la juventud, sin perder la compostura ni la calma.

     Allí y a lo largo de tantos años aprendí la auténtica tolerancia, porque convivimos, mujeres y hombres, jóvenes y los que ya no lo eran, izquierdistas, centristas y derechistas; profesionales, artesanos y obreros; católicos, hinduistas y laicos, en total y alegre armonía, respetuosos de todas las ideas y todos con muchas, muchísimas ganas de entender a los demás y de conocerlos como hombres y mujeres con sus virtudes y defectos… como seres humanos.

Hoy la vida nos ha esparcido y la muerte ha cobrado su tributo, pero el rito de la iniciación y del reencuentro se repite todas las semanas para mí cuando llego a esa casa de acogida, a esa casa. del espíritu, en donde ahora oficia de patriarca, mi compañero de aulas rodeado de recuerdos, de amigos y de jóvenes artesanos que mantienen viva la tradición y la escuela de Nena Quevedo.

     En más de una crónica en este diario se ha hecho referencia a las casas de este Valparaíso, mágico y sorprendente, pero faltaba esta casa de la buena acogida, esta casa-taller del espíritu.

 

Mario Alegría Alegría