El mes de junio nos ha dejado el sabor de los viejos inviernos en que parecían abatirse todos los males sobre Valparaíso: los temporales que arrojaban los veleros a las rocas, cuando no existía el molo de abrigo y, que, años más tarde eran aun capaces de volcar el dique con un barco dentro, y nos dejaban ver al acorazado «Latorre» con sus treinta y dos mil toneladas de desplazamiento amarrado al sitio tres del puerto, donde teóricamente nunca habría podido fondear por su calado.
Las calles del plan se llenaban con la tierra y basura de las quebradas y de los cauces, impotentes para conducir las lluvias torrenciales que acompañaban al temporal y su despeje tornaba días con los escasos recursos técnicos de la época.
Naves menores hundidas y barcos mayores «capeando el temporal», era el espectáculo del puerto, en esos días invernales, para los que teníamos la suerte de vivir en alguno de los cerros porteños, verdaderos balcones de Valparaíso.
Esto es lo cómico que alcanzábamos a ver hace medio siglo, quienes vivíamos en Valparaíso ya que de lo que pasaba en esos momentos en el resto del país, nos llegaban tardías y escasas noticias que traía el teléfono o el telégrafo cuando se restablecían las comunicaciones, varios días después del temporal.
Hoy, en cambio, la televisión ha traído al interior de nuestras casas, el espectáculo de la tragedia de los chilenos, generalmente de los más modestos que sufren, con sus familias, el azote inclemente de la naturaleza en estos casos.
Se nos conduce al interior de las casas inundadas, a los albergues, donde alcanzamos a divisar la preparación de la comida indispensable para sobrevivir, también un gran hacinamiento e incomodidad, pero asimismo el ánimo solidario tan propio de nuestra población.
Vemos las nuevas construcciones de viviendas sociales inundadas por el agua, que penetra por los aleros mal calculados y por los muros sin impermeabilizar y dentro (le ellas a niños y adultos enfermos. Y lo que se ve en la ciudad se extiende con mayor crudeza, por la interrupción (le los caminos y por las inundaciones, al campo casi a lo largo de todo el territorio.
En muchos lugares hemos observado inundaciones a través de la televisión, pero las escenas en nuestro país se asemejan a las de la India, de Pakistán, quizás de Haití o de los países más pobres del Africa, es decir a aquéllos con ingresos per cápita inferiores a US$ 1.000, pero no parecen corresponder al país que orgullosamente exhibió el año pasado el logro estadístico de más de US$ 5.100 por habitante.
Hemos visto la miseria del decil de menores ingresos de Chile, el triste interior de sus refugios de madera y cartón con cubierta de cualquier cosa, especialmente de las populares «fonolitas» que no resisten la tentación de viajar con el temporal.
Y hemos visto también a mapuches y pehuenches en los cerros nevados del sur, aislados y buscando su sustento en sus alimentos tradicionales que les proporciona el bosque especialmente.
Es el Chile que no conocen los turistas pero que tampoco reconocen muchos chilenos que no quieren aceptar que somos un país de abismantes diferencias, desunido racialmente, porque aimaras, mapuches, pehuenches y polinésicos, sin contar con las mezclas extracontinentales, nos constituyen en un país multirracial dividido también por diferencias culturales, sociales, religiosas y económicas tan evidentes como se nos muestra a cada rato.
La diversidad puede ser un estímulo para sobresalir y la pobreza, en ciertos estratos sociales, puede constituir el impulso para trabajar esforzadamente por superarla.
Pero las diferencias que ahora observamos y que dividen a Chile, indican que las cifras macroeconómicas no son expresión del bienestar nacional sino de un estrato social capaz de consumir como las clases más adineradas de los países desarrollados, pero que no representan a esas minorías ocultas que nos mostró la televisión durante varios días.
Al observar las condiciones de vida de esos chilenos, parece claro que el remedio para ellos no se encuentra en un nuevo departamento del Serviú esta vez, debidamente impermeabilizado y con buen techo. Lo que vimos nos lleva a concluir que la ayuda debe ir mucho más allá: mejores ingresos, más salud y, sobre todo, más educación y capacitación para aumentar su productividad en términos compatibles con las exigencias del desarrollo económicos, para que no continúen en su actual condición de marginalidad.
En estos días ha quedado en evidencia que la verdadera unidad nacional solamente se logrará cuando, asumiendo la verdad, emprendamos como principal tarea política y social, una equitativa distribución de los frutos del progreso que impida que en el futuro, los temporales nos vuelvan a exponer al mundo… tal como somos… el día de hoy.
Mario Alegría Alegría
Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 3 de Julio de 1997