La antigua sentencia que sirve de título a esta nota se pone de actualidad en estos días. Los padres conscriptos para seguir usando la terminología de la antigüedad clásica, han decidido que, aunque el eventual traslado del Congreso Nacional de Valparaíso a Santiago, signifique ingentes gastos, y ellos sean de iniciativa del Ejecutivo, pueden pronunciarse sobre dicho traslado.
Cinco horas de discusión en Sala y otras muchas en comisión para llegar a este resultado: 22 votos por 16 gana la alternativa favorable a pronunciarse sobre el traslado.
El ciudadano corriente que lee los periódicos para encontrarse informado piensa si éste será un juego de entretención del Internet que han descubierto los politicos para emplear sus ratos de ocio remunerado por los contribuyentes.
Juego peligroso cual el que más, éste de la clase chilena, porque la noticia también llega a las poblaciones marginales esas que se inundan en el invierno o, cuando más favorecidas, ven sus calles transformadas en lodazales todos los años, cuando sus habitantes salen por las mañanas al trabajo desde sus hogares compartidos a veces con algún allegado que sobrevive con una pensión asistencial de menos de 40.000 mensuales.
También saben de la noticia, los profesores que ganan $ 150.000 mensuales o menos y los carabineros y soldados que reciben $ 70.000 liquidos al mes por exponer su salud y sus vidas para proteger el orden público interno, la seguridad de nuestros conciudadanos y la integridad de nuestras fronteras, y hasta los jubilados que esperan un bono de $ 20.000 que los ayude a pasar el invierno. Y así también se esperan en Chile caminos, puentes, postas de primeros auxilios y hospitales y ayuda a los enfermos que, para sobrevivir, necesitan un trasplante de órgano sin tener dinero para costearlo.
-¿Cuánto cuesta el traslado del Congreso?: ¿1.000 millones de dólares? ¿Tal vez sólo 500 millones? ¿y para qué? Como no sea para hacer más cómoda la función parlamentaria, para encontrarse al lado de las directivas que consagran a los que van a ser electos a través de procesos cuyo costo también pagaremos los contribuyentes.
Ni senadores, ni diputados, ni los demás politicos de las cúpulas de los partidos quieren moverse de Santiago para poder así gozar de cerca los halagos del poder, para hacer más fácil sus presentaciones en programas de televisión, sus fotos en las crónicas de vida social y hasta sus entrevistas para las llamadas «revistas del corazón», porque todas esas actividades significan mantenerse «en vitrina» para una nueva postulación.
Se han olvidado que, desde los primeros años de nuestra vida independiente se pensó alguna vez que el Congreso requería alejarse de Santiago para cumplir tranquilamente sus labores legislativas. Así fue como Valparaíso albergó al Congreso Constituyente que preparó y aprobó la Constitución de 1828.
Las razones que se dieron entonces, son también válidas ahora, alejar a los legisladores de los cenáculos políticos santiaguinos.
Con la Constitución de 1980 también se quiso que los legisladores trabajaran tranquilos en la más importante función política del Estado: legislar y además producir una efectiva descentralización del poder y, de paso, descongestionar Santiago.
Desde «El Espíritu de las Leyes» de Montesquieu, se ha considerado la necesidad de privilegiar la función legislativa independizándola de las presiones de todo tipo que conturban el empleo de la sabiduría que debiera impregnar la labor de los legisladores. El reposo y el estudio que difícilmente se concibe en quienes han corrido a 140 Kms. por hora para llegar a tiempo… o atrasados a una sesión de comité o de Sala.
¿Qué argumento válido que no sea de mera autocomplacencia, cuando no de sobrado egoísmo, puede darse para gastar cuando menos US$ 500.000.000 en forma superflua, a los niños que, pasan hambre y frío en las poblaciones que más de algún parlamentario no ha visitado más que en periodo de elecciones, a los enfermos que esperan por meses ser intervenidos en hospitales que solamente necesitan recursos para trabajar en turnos especiales para terminar con las «listas de espera», para atender patologías que no tienen otro tratamiento indicado que la cirugía?
¿Valdrán esas voces que parecen clamar en el desierto, junto a otras que sin tener tal estado de necesidad absoluta requieren no ya que el dinero del traslado se aplique a solucionar necesidades tan premiosas, sino que los señores parlamentarios trabajen en su labor legislativa al menos 4 días a la semana y no diez días en cuatro meses para aprobar proyectos que duermen por años en el Congreso, los que resolverían importantes problemas que ensombrecen la vida cotidiana?
¿Se preocupará algunas vez la clase política en Chile de otra cosa que no sea defender sus privilegios para atender deberes que abandona en favor de actividades «light», para usar un término de moda? ¿Los políticos y los miembros del Congreso a los que elegimos con nuestros sufragios tienen derecho a la autocomplacencia, al descuido de sus funciones, a desoír el clamor de quienes no tienen voz para proclamar su desencanto, y de los jóvenes que no quieren saber nada de la política porque la sienten extraña a sus problemas existenciales?
Hay, es cierto, una corta mayoría de hombres politicos que escapan a esta crítica pero su ejemplo no hace sino demostrar la «insoportable levedad» de sus demás congéneres.
Los dioses han cegado a muchos políticos que creen estar mas allá del bien y del mal; pero tengan en cuenta que si su propio destino es perderse, no tienen derecho a arrastrar con ellos y por su culpa, la suerte del Estado y de sus instituciones.
Publicado en el Diario El Mercurio de Valparaíso el 27 de mayo 1996
Mario Alegría A.