En un diario de provincia leí una nota del poeta y profesor de la Universidad de Chillán Sergio A . Hernández, en que se refiere a sus recuerdos de Valparaíso y a una casa muy especial en estos términos:
«Siempre es grato volver a Valparaíso, «Puerto de nostalgia», lo llamó Salvador Reyes; «Ciudad del viento» para Joaquín Edwards Bello. Neruda, atraído por lo abigarrado y tortuoso de sus laberintos, instaló su Sebastiana en uno de sus cerros y decía que esta ciudad lo emocionaba, porque este puerto tenía la virtud de perderlo entre sus calles. Para nosotros es el lugar de la amistad, de la casa de los Quevedo, del taller 410 de la Avenida Placeres.»
Yo quisiera agregar algo por mi parte acerca de esa casa-taller. Llegué a ella el año 1943 cuando iniciaba mis estudios de derecho, junto con dos amigos, uno ya fallecido, Jorge Cerda Catalán, y el otro que jubilará como Ministro de la Corte Suprema, Marco Aurelio Perales Martínez y por supuesto, con un hijo del dueño de casa, Sergio Quevedo Rivera, compañero de curso, en la Universidad de Chile hoy Universidad de Valparaíso. Después el círculo de amigos se amplió con Raúl Di Doménico, Carlos Montenegro y otros nombres que se me escapan hasta que, sin darnos cuenta llegamos a integrar una familia que presidía con sabiduría y señorío, un ser excepcional, don Jorge Quevedo Arriaza. Pero, no sólo de leyes y de sueños universitarios se hablaba en esa casa, porque el arte tenía también en ella un lugar preferente, Jorge y René Quevedo participaban activamente en el grupo de grabadores dirigido por Carlos Hermosilla, a quien la crítica ha redescubierto después de un silencio sin excusa, y además, la hermana de aquéllos, Nena Quevedo, con singular gracia y simpatía enseñaba cerámica y joyería en la Escuela Municipal de Bellas Artes de Viña del Mar y en su propia casa.
Pero a ese lugar de encuentro llegaba también la juventud religiosa del barrio Los Placeres, en la que Nena participaba con un grupo de amigas. Eran «las hijas de María» de la parroquia a quienes queríamos laicos y creyentes por la juvenil alegría, honesta y limpia que agregaban a la casa.
Han pasado desde entonces muchos años, don Jorge se fue para siempre cumpliendo las leyes inexorables de la naturaleza, lo siguió Nena, cuando aún podía haber dado mucho más de lo que siempre brindó a todos, su arte y su sincera amistad que derrochó sin tasa ni medida.
Por esa casa han pasado desde entonces, artistas plásticos como Irene Domínguez en sus escapadas de París, poetas como Sergio Hernández, diplomáticos, psicólogos y abogados, así como sacerdotes y monjas, chilenos y extranjeros, ingenieros y profesores, funcionarios y también obreros y artesanos, sin sentirse nunca extraños los unos a los otros.
En estos largos años en que he vivido la peripecia de la vida, he sido siempre un asiduo visitante de esa casa mágica, enorme y que parece fría y casi tenebrosa hasta que se ilumina con sus muros cubiertos de pinturas y grabados mientras la mirada se desliza por los estantes llenos de una abigarrada multitud de libros en desorden, pero manidos, leídos y subrayados y de piezas de cerámica que podrían figurar sin desdoro en el mejor de los museos. Y la frialdad se esfuma igual que antes ocurría cuando se sentía la cálida recepción de su dueño, con su sonrisa de hombre bueno capaz de entender la algazara y los alocados sueños de la juventud, sin perder la compostura ni la calma.
Allí y a lo largo de tantos años aprendí la auténtica tolerancia, porque convivimos, mujeres y hombres, jóvenes y los que ya no lo eran, izquierdistas, centristas y derechistas; profesionales, artesanos y obreros; católicos, hinduistas y laicos, en total y alegre armonía, respetuosos de todas las ideas y todos con muchas, muchísimas ganas de entender a los demás y de conocerlos como hombres y mujeres con sus virtudes y defectos… como seres humanos.
Hoy la vida nos ha esparcido y la muerte ha cobrado su tributo, pero el rito de la iniciación y del reencuentro se repite todas las semanas para mí cuando llego a esa casa de acogida, a esa casa. del espíritu, en donde ahora oficia de patriarca, mi compañero de aulas rodeado de recuerdos, de amigos y de jóvenes artesanos que mantienen viva la tradición y la escuela de Nena Quevedo.
En más de una crónica en este diario se ha hecho referencia a las casas de este Valparaíso, mágico y sorprendente, pero faltaba esta casa de la buena acogida, esta casa-taller del espíritu.
Mario Alegría Alegría