En el teatro griego de la época clásica los actores usaban máscaras, las que se avenían con las características principales del personaje que representaban y, a veces, según fuera el momento de la representación el mismo actor cambiaba varias veces de máscara. Es decir, el público, a través de las máscaras podía conocer, desde luego, y apenas aparecería en escena, el carácter o función que correspondía al actor en las tragedias o en las comedias de la época.
Casi todos los seres humanos no escapamos a la debilidad de representar, aunque sea en pocas ocasiones, un papel que no corresponde a nuestra íntima forma de ser, y en esos casos engañamos al interlocutor incauto que no se percata que actuamos un papel que no es el habitual en nosotros.
Parece un contrasentido, pero lo cierto es que lo honesto sería ponernos siempre la máscara que corresponde al rol o papel que desempeñamos en ese momento. De ese modo no engañaríamos al espectador poco avisado, sobre todo, cuando nuestro lenguaje no sigue el libreto que corresponde al personaje.
Esto es particularmente importante cuando de hombres públicos se trata y cuando éstos, de hecho, desempeñan muchos roles en la escena, sin las máscaras que, en vez de ocultar su identidad, nos permitirían conocer el papel que desempeñan de inmediato.
En el Chile de hoy los hombres públicos son a veces y, simultáneamente, hombres de negocios, políticos, dirigentes gremiales y sindicales, gestores, profesionales de éxito, actores y mucho más. El país simple de antaño se ha sofisticado y universalizado ahora que las empresas chilenas no invierten en Chile sino que, para obtener mejores beneficios, trasladan sus capitales para incrementar el producto y los empleos en tierras extranjeras y cuando las técnicas del «marketing» invaden no solamente el mercado para inducir al consumismo, sino que se usan, sin mayor recato, en las campañas políticas para mejorar la imagen de los candidatos.
La televisión invade nuestros hogares con nuestra autorización y el beneplácito de toda la familia inhibiendo la comunicación intrafamiliar y entregándonos mensajes destinados a hacernos creer que, usando un perfume o bebiendo de una botella desechable, podremos ser jóvenes y atractivos.
Todo tiende a confundir nuestro buen juicio y a hacernos partícipes de un juego cada vez más complicado en que nos cuesta distinguir, el oro de ley del oropel, y, lo cierto de lo dudoso.
En un entorno así, lo justo sería que los principales actores, es decir, los conductores de la opinión pública, los políticos, los grandes empresarios, los líderes sindicales o gremiales manejados por el partido, los gestores administrativos, los organizadores de negocios para su exclusivo beneficio, los vendedores de panaceas, es decir, los hombres de ahora, usaran como los actores del teatro griego, la mascara que corresponde al rol que juegan.
En efecto, hay en la sociedad actual tantos personajes con distintos oficios, pretendiendo, al mismo tiempo, ser un solo personaje, austero, sobrio, inteligente y siempre honesto, que la opinión pública se confunde y desorienta.
Esas personas que, en las conferencias de prensa y en las entrevistas de televisión engolan la voz y parecen desempeñar un rol único, debieran, en beneficio de la cosa pública, de esa «res pública» que manejan a su antojo, usar las mascaras que corresponden para que todos supieran el verdadero papel que juegan en ese momento en la escena pero dejando también sobre la mesa las otras máscaras para tenerlas siempre a la vista del público.
De este modo, la ciudadanía podría juzgarlos acertadamente sabiendo que sirven muchos intereses que necesariamente influyen en sus decisiones y que cuando emiten su mensaje las otras máscaras están soplándoles al oído que no se olviden de ellas.
Al contrario de lo que pueda pensarse, y por lo dicho, no es bueno un país sin máscaras cuando los hombres públicos juegan tantos roles y defienden tantos intereses que permanecen ocultos. Volvamos al teatro griego y que aquellos que controlan la política, las grandes finanzas e incluso la corrupción, no sean desenmascarados como a veces se pide por los que sufren sus excesos, sino ¡que se pongan la máscara del verdadero rol que están desempeñando!
Mario Alegría A.
Publicado en El Mercurio de Valparaíso, el 18 de Julio de 1996