Cuando García Márquez escribió «Crónica de una muerte anunciada» nos enfrentó ante una circunstancia de frecuente ocurrencia en la vida real; la existencia de un peligro cierto, que es conocido por todos o por casi todos, que razonablemente pudo evitarse, pero al que inexorablemente conduce la falta de decisión, o el fatalismo de los actores principales. Es como si existieran hechos que se ocultan a la preocupación de las personas o que éstas no pueden o no desean ver, cazadas por la «fuerza del destino».
Tal parece ser lo ocurrido en el oriente y con las crisis que aflige a su economía y a la nuestra, que dirige allá el 34% de sus exportaciones.
La sorpresa de los analistas y la caída de los mercados en esos países, con sus correspondientes réplicas con los del resto del mundo y la baja en la valorización de las monedas de los países aceptados, no debieron ser circunstancias insospechadas para el mundo de los economistas, quienes deslumbrados por el brillo de su ídolo, el mercado, dejaron en la penumbra otros hechos significativos en esas economías.
En efecto, aunque en los países asiáticos la información oficial que se entrega no sea probablemente tan confiable y transparente como la que pueda obtenerse en mercados más pequeños y controlados como el nuestro, no lo es menos que existan en Corea, en Filipinas, en Indonesia, en Malasia y en los países desgajados de la antigua Indochina, algunos hechos que no pudieron pasar inadvertidos para los economistas internacionales. En todos estos países, los altos índices de inversion no correspondían sino en parte a ahorro interno, y el resto a inversión foránea, lo que creaba un fuerte endeudamiento, a veces con altos porcentajes de deuda de corto plazo como es el caso de Corea del Sur. En todos ellos, las reservas de divisas no les permitía afrontar por largo plazo el asedio de quienes especularon contra sus monedas y si no en todos, en la mayoría, se daba el mismo caso de la economía chilena en la década de los ochenta, de empresas «relacionadas» con el sistema bancario, que financiaba casi cualquier proyecto sin examinar su rentabilidad e incluso su factibilidad. Si a esto agregamos que dichos «holdings» son de propiedad de familiares de los jefes políticos, como en el caso de Indonesia, el cuadro debió calificarse de peligroso por quien lo analizara con frialdad y no obnubilado por la teoría económica de moda.
A esto, además cabe agregar otro hecho de sobra conocido, el milagro japonés de la postguerra, que permitió a la economía nipona ser, por largos períodos, más competitiva que la de los Estados Unidos, considerado como el paradigma del capitalismo, no se basó únicamente en el espíritu de trabajo de su pueblo, en un mejor nivel de adiestramiento, y en la frugalidad del consumo interno, sino en factores que desde hace años se han estado conociendo en occidente. La economía japonesa, aunque fuertemente competitiva, dio señales de palpable deterioro, desde hace seis o siete años en que se produjo el colapso de las inversiones inmobiliarias especulativas que perdieron hasta el 40% de su valor, repitiéndose así el caso de Estados Unidos en que, pocos años antes, el Gobierno Federal debió acudir en ayuda de los fondos de pensiones que entraron en el mismo juego de la especulación inmobiliaria.
Desde esa misma fecha, vale decir hace unos seis años, empezaron a conocerse en occidente y no a través de secretos informes diplomáticos, sino por la prensa internacional, el alcance de las mafias y de la corrupción en Japón y las debilidades de su sistema bancario, prácticamente ajeno al control indispensable para asegurar un manejo honesto. Los bancos japoneses se encontraban entre los mayores del mundo, y los grupos empresariales vinculados estrechamente a ellos mostraban activos semejantes a las mayores empresas de occidente, pero el conocimiento del verdadero estado de sus negocios parecía ser el secreto mejor guardado del Imperio. Y esta economía fue la gran impulsora del desarrollo de los paises del oriente asiático, cuando descubrió que fuera de su país, con tecnología y patentes japonesas podrían producirse artefactos electrónicos y partes de automóviles e incluso barcos, a menor costo que en Japón. Los altos salarios, a pesar de la productividad del trabajador nipón y la rigidez del sistema laboral, ya que normalmente, el empleado japonés trabajaba en la misma empresa toda su vida, dificultaban la competencia con occidente y sobre todo con Estados Unidos que, con un mercado laboral más flexible y con la modernización de sus mayores industrias, empezaban a retomar su antigua primacía.
Es decir, las economías del oriente exhibían los índices de crecimiento más altos del mundo y porcentajes de inversión, con relación al producto, que podían también contarse entre los mayores conocidos. Gracias a la alta rentabilidad inicial de las inversiones en sus economías, llegaron especuladores de todo el mundo para inyectar dólares en esos mercados, que durante años, produjeron ganancias considerables. Eran los llamados mercados emergentes en donde, gracias a la apertura de sus economías, los inversionistas entraban y salían cuando querían.
El fuerte flujo de inversión extranjera, produjo en esas economías, el efecto de fortalecer artificialmente sus monedas, al inundarlos con dólares que resultaban ser una mercancía barata.
Un vistazo cuidadoso de los analistas, más allá de las puras cifras de crecimiento del producto y de los flujos de inversión debió llevarlos a concluir que esas economías eran excesivamente lábiles frente a cualquier alteración del ciclo económico mundial o a la eventual tentación especulativa de los enormes volúmenes de capital que se mueven hoy en el mundo con la simple presión de unas teclas del computador.
Si el financista George Soros pudo especular contra el Banco de Inglaterra ¿qué le impedida a otros o a él mismo producir una debacle en esas economías con tal débil sustento o, simplemente sentarse a esperar que ocurriera un traspiés en una de ellas, en este caso, en Corea del Sur o en Tailandia para ingresar a sus mercados y comprar o vender según fuera la coyuntura?
Faltaba solamente un soplo para desbaratar las economías más débiles e incluso para hacer temblar aquéllas con un sólido respaldo en divisas extranjeras como Hong Kong o Singapur o el mismo Japón.
Hoy día hasta China con el más grande mercado del mundo absolutamente insatisfecho, ajusta sus proyecciones de crecimiento reduciéndolas en uno o dos puntos.
¿No era todo como la ficción de García Márquez, la crónica de una crisis anunciada?
«Tokio: La cámara de Diputados japonesa aprobó ayer una ayuda de 254.900 millones de dólares, con cargo al erario público, para que la banca privada estabilice sus cuentas y supere la crisis financiera que atraviesa.EFE 08.02.98». Este es el colofón que faltaba para esta nota.
Mario Alegría Alegría
Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 7 de Marzo de 1998
FELIZ AÑO 2010
ESTIMADO DON MARIO
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