En tiempos ya idos pero no tan lejanos, en las familias de clase media chilena, era costumbre guardar con celo algún pendiente de brillantes de una abuela para que lo recibiera como regalo la cónyuge del hijo mayor y que éste se esmerara, durante las largas vidas en común de entonces, por sumar otras joyas compradas con su esfuerzo. Es así como se agregaba anillos, pulseras, «placas de brillantes» que fueron la moda de los años cuarenta, collares y prendedores, todas ellas de valor intrínseco y sentimental.
En tiempos en que no existían fondos mutuos, en que los depósitos en dólares estaban prohibidos y que las otras operaciones bancarias parecían privilegio de las grandes fortunas, solamente quedaban para los estratos C2 hacia abajo: la «libreta de la Caja de Ahorros», para juntar dinero para la educación de los hijos que casi siempre venían en números superiores a cuatro; o la inversión en esos objetos de claro valor intrínseco.
Las joyas de familia eran adorno para la dueña de casa y también refugio para recurrir cuando necesidades premiosas lo ameritaban, caso en que se reducían a dinero que servía para pagar los gastos de una larga enfermedad o los estudios universitarios de un hijo. Se la estimaba también por eso, una inversión que nunca se habría liquidado sin un motivo serio y apremiante; jamás habría servido para pagar una gran fiesta, ni siquiera unas justificadas vacaciones.
En los países en desarrollo en nuestra américa morena, según fuera el signo político de los gobernantes, se invirtieron durante el siglo pasado y desde antes parte mayor o menor del ingreso tributario y a veces de los empréstitos fiscales en construcción de obras públicas, plantas industriales o extractivas de materias primas o en creación de empresas de servicios públicos. En nuestro país, aún antes de que se iniciara el fructífero esfuerzo de la Corfo, existían servicios públicos del Estado, algunos tan importantes como los ferrocarriles, orgullo nacional en sus tiempos.
En mayor o en menor, medida también en México con el PR!, en Brasil desde Getulio Vargas, en Argentina desde el Gobierno de Perón, en Perú desde el tiempo de Leguía y más tarde de Velasco Alvarado, ya fuere en un impulso nacionalista, o socializante, el Estado tuvo a su cargo y financió no solamente obras públicas, sino la expropiación de industrias privadas de todo tipo y creó empresas del Estado para atender servicios públicos indispensables.
Estas fueron a nuestro entender las «joyas de familia» de nuestros países, adquiridas con el esfuerzo de todos, puestas después al servicio de todos, pero, especialmente, de una enorme burocracia que sirvió para pagar favores políticos y, en más de una ocasión, para favorecer una desenfrenada corrupción al amparo de las enormes sumas de dinero que ingresaban a estos monopolios estatales cuyas tarifas fijaba el Estado.
Cuando esto ocurrió y, sobre todo cuando los Gobiernos Latinoamericanos, desde la década de los ochenta, adhirieron en mayor o menor medida a la economía de mercado, los gobiernos vieron en la venta de estas empresas, algunas de las cuales habían pasado a ser deficitarias por el peso de su burocracia o por fallas de gestión, una fuente de enormes ingresos si se las licitaba internacionalmente, para que organizaciones privadas, que sí sabían administrar y tenían dinero para capitalizarlas, pagaran por ellas cientos o miles de millones de dólares; y así lo hicieron, Chile, Argentina, Brasil, México y ahora Perú, por citar en relativo orden cronológico estas ventas. El proceso fue un éxito y se allegaron el patrimonio de los estados muchos miles de millones de dólares, pero, al revés de las joyas de familia que se vendían con un fin específico y de verdadero provecho, el precio que se obtuvo en el caso de los Estados, fue a los fondos generales de las naciones, generando falsos superávit u ocultando déficits, para que los analistas financieros justificaran nuevos préstamos de organismos internacionales y de la banca privada que crearon la falsa prosperidad de los años 90.
De los penosos resultados de estas políticas hasta ahora sólo se salva nuestro país, no sabemos hasta cuándo, pero ahora a la lista de Argentina, Uruguay y Brasil se suma México, que según sus propios analistas lleva el camino de Argentina, con pasivos externos que ya a fines del 2000 excedían los 360.000 millones de dólares. Y a México, como a los otros países latinoamericanos, ya no le quedan «Joyas de familia», que lo ayuden en esta coyuntura.
Mario Alegría A.
Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 4 de Julio de 2002