73. GRANDES Y PEQUEÑAS PALABRAS

Comentando Agustín Squella el libro de Lucía Santa Cruz «Conversaciones con la libertad», señala con mucha propiedad que «la filosofía general puede ser practicada como un intento de aclaración de algunas grandes palabras como «ser», «tiempo», «sujeto», «verdad» y otras de ese tipo», y, agrega, citando a Isaiah Berlin, que cuando la filosofía aclara el sentido de las palabras importantes equivale a hacer claridad sobre el propio pensamiento.

Cobra de este modo importancia la palabra como vehículo del pensamiento y portadora de mensajes, tanto en el mundo intelectual como en el muchísimo más vasto del chileno medio que se sirve de apenas unos cientos de términos para expresar lo cotidiano.

Reflexionando de esta forma sobre el lenguaje recordé una pequeña palabra que se usaba a menudo en el discurso coloquial y cuyo contenido impregnaba la educación de niños y adolescentes hasta hace unas décadas y no es otra que «respeto». El mismo término que el diccionario define como «miramiento, acatamiento, veneración, reverenda» y que incorpora la tolerancia, que es a su vez «respeto y consideración hacía las opiniones y prácticas ajenas».

En estos días se discute la forma de poner término a la discriminación que en nuestra sociedad afecta a los homosexuales, los discapacitados, los deformes, los indígenas y a otros seres a quienes convierte en marginales. Se invoca como remedio la tolerancia, valor esencial para la convivencia, vale decir la aceptación de la diversidad como propia de la naturaleza humana y la libertad de opciones en la vida sexual.

Me parece pobre esta campaña así planteada, no por el beneficio próximo que pueda traer a quienes hoy sufren discriminación sino porque demuestra que los padres, los maestros y el Estado abandonan el imperativo de hacer valer el respeto como valor superior en las relaciones humanas porque sienten fallidos sus esfuerzos o porque lo desecharon al asimilar, equivocadamente, este término a conductas impuestas por regímenes autoritarios.

En uno u otro caso se habría perdido la oportunidad de ensayar, como se hizo con las generaciones pasadas, confieso que no siempre con suficiente resultado, que respetáramos al otro aunque pareciera, sintiera y pensara distinto a nosotros, porque al hacerlo reconocíamos su dignidad de ser humano y preservábamos la propia.

La conducta que se inducía mediante el respeto resguardaba no solamente la integridad física y moral de los demás sino también su patrimonio, como atributo de la personalidad, lo que a los abogados se nos explicaría al estudiar el derecho de las personas. Este mismo valor a veces transformado en virtud, nos impedía emporcar con rayados y consignas las paredes de las casas y los lugares públicos y también destruir a golpes o con bombas molotov el alhajamiento de los sitios públicos y los locales de las escuelas y universidades: por respeto al titular del dominio particular o público y por respeto a la ley.

El enunciado diario de mensajes aparentemente triviales iba formando, en los niños, patrones de conducta que, en la mayoría de los casos, mantendrían en su vida adulta.

Hoy se ha olvidado esta pequeña palabra y en el discurso público se la sustituye por grandes palabras dirigidas a una población que, en su mayoría, no entiende ni usa, como hemos dicho, sino muy escasos términos, parte de los cuales ni siquiera es lenguaje común sino constituye un «argot» aglutinador del grupo al que el individuo se siente socialmente incorporado.

Es obvio que no se pueden extrapolar las situaciones, que el Chile de hoy no es el de hace cuarenta años y que, en consecuencia, la inducción masiva y sistemática de una conducta no tendría los mismos resultados, pero bien valdría la pena rescatar el contenido de algunas pequeñas palabras del pasado para incorporarlas a la educación y al mensaje público y de este modo procurar que el quehacer de los individuos y de los grupos corresponda al enunciado de las grandes palabras.

                                                                                  Mario Alegría A.

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 7 de Noviembre de 2000

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