70.LA CIUDAD INTERIOR.

Muchos recuerdos del Valparaíso de antaño, han tenido cabida en estas páginas y otras crónicas lo describieron llenas de color y en prosa tan fluida y amena como la de Edwards Bello «En el Viejo Almendral». El se refirió a la ciudad en las primeras décadas del siglo, cuando se sentía en Valparaíso, el pulso económico del país, cuando era sin duda, centro de importantes decisiones ajenas a Santiago que, como siempre, vivía para la política y la ostentación, de la que sólo, de vez en cuando, hacían gala los porteños.

Valparaíso, en ese tiempo era el Puerto, el Almendral y algunos barrios, refugio de extranjeros, como el Cerro Alegre, de artesanos y empleados los demás, pero dependiendo todos del nervio central del puerto, de la bolsa, del comercio y de los ferrocarriles e industrias. todas ubicadas en el plan de la ciudad.

Al margen de esta ciudad de antaño y poco después del terremoto de 1906, ajena al tráfago del centro financiero y económico, nació una ciudad provinciana, recogida y tranquila en que vivíamos sus habitantes en una verdadera y, a ratos, regocijante democracia.

A esta altura de la reflexión, cabe preguntarse ¿qué es una ciudad provinciana en Chile? Pienso en ésas que crecieron en el valle central al lado del ferrocarril ya fuera en la línea central o en sus ramales. De ellas quedan algunas refugiadas en regiones en donde todavía es posible oír los sonidos de la naturaleza y quizás echar el anzuelo en sus ríos aledaños.

Si hubiéramos de recordar sus componentes, diríamos que tales ciudades requerían una plaza porque así siempre se planificó en Chile, en cumplimiento de las Ordenanzas de Población que acompañaron a los gobernadores españoles desde la conquista, necesitan también, es escuelas y colegios, un regimiento porque la vieja estrategia militar exigió el despliegue de las fuerzas a lo largo de nuestro territorio; comercio para abastecer a los vecinos de lo necesario; hospital para socorrer a la población en las urgencias y cementerio para enterrar a los difuntos, un banco para depositar los ahorros, iglesias y conventos para el auxilio de los creyentes, museos para el resguardo del saber, un estadio en que los niños y los jóvenes aprendieran a competir ganando o perdiendo con honestidad, un balneario de mar, si de costa se trataba y… desde un comienzo, una autoridad, un cabildo que después se llamaría Municipalidad.

En este caso, sólo faltó la autoridad local porque todo lo demás estaba y se llamó Playa Ancha, en donde incluso los tranvías de las líneas 8 y 9 se movían sin salir del ámbito de sus deslindes, recorriéndola por sus avenidas principales: Playa Ancha y Gran Bretaña.

Allí vivimos la experiencia diaria de la escuela primaria y del liceo, y solamente nos habituamos a «bajar» a estudiar cuando fuimos a la Universidad.

Espléndida ciudad fue esa en que en una misma cuadra vivíamos ricos, y pobres, profesionales y artesanos, niños de la escuela pública y de los colegios privados. Nos reuníamos los menores en las plazas y en las calles para jugar como hacen los niños, sin preguntar primero quiénes son sus padres, cuánto ganan y cuál es la marca de sus autos.

Dos teatros proveían distracción a quienes preferían la comodidad y la tibieza del espacio cerrado para ver películas u obras de teatro o muy de tarde en tarde a las recatadas «bataclanas» de antaño y el estadio para los que buscaban dar salida a sus energías vitales dando vivas al viejo Santiago Wanderers.

De todo había en el viejo Playa Ancha, jardines como el de San Pedro, refugio de enamorados inocentes, el Parque Alejo Barrios y sus bosques añosos para los más osados que buscaban la obscuridad de sus rincones para sus efusiones y hasta una Piedra Feliz para los que sufrían mal de amores sin remedio.

Si de personajes se trata estaban el Director del Museo de Historia Natural, el profesor norteamericano don John Juger con una flor diferente cada día en la solapa de su vestón y de fácil sonrisa; el serio historiador, bibliófilo y director, por muchos años, de la Biblioteca Severín, don Roberto Hernández Cornejo, Humberto Gianini, el maestro de filosofía de hoy que ya en sus años mozos nos proponía los problemas del ser y del conocimiento que hoy maneja con soltura y erudición y Carlos León, el «Hombre de Playa Ancha» con su abrigo sobre los hombros y su cigarrillo inacabado. En el Liceo N° 2 de Hombres su rector don Héctor Gómez Matus, era autor de libros con que se enseñaba inglés en muchos colegios de nuestro país; nuestro profesor de dibujo don Manuel Soto Morales, era quien con el pseudónimo de Lautaro Yankas, se destacaba entre lo mejor de la literatura chilena de los 40, y así podríamos seguir con otros personajes cuya sola enumeración daría para una nota aparte. Ellos formaban la élite cultural que toda ciudad con estampa propia debe poseer, pedagogos, matemáticos, autores de piezas de teatro cómico como el arquitecto Onías Velasco, deportistas que ganaron más de un campeonato de waterpolo en representación del Deportivo Playa Ancha y tantos otros. Así fue esa ciudad provinciana para quienes pudimos gozarla en los años de juventud, la misma que ahora, se encuentra fundida en el «Gran Valparaíso», con barrios que se agregaron sin integrarse, con calles perdidas en el pasado y con casas cuyos habitantes parecieran no quererlas como morada permanente por el abandono que muestran, con cines cerrados para siempre y con el viejo faro trasladado para dejar cabida a la construcción de un nuevo edificio para la Escuela Naval. Invadidos los bosques por construcciones que significaron progreso, desapareció esa «ciudad interior» que existió en Valparaíso, que en muchos aspectos fue ajena a él, y que se fue poco a poco dejando en nosotros el recuerdo de su quehacer sencillo, de su tranquila bohemia sin violencia ni drogas, y de los vecinos que saludábamos al pasar.

                                                                         Mario Alegría Alegría

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 6 de Septiembre de 1997

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