En nuestra historia ha sido emblemática la lucha de los mapuches en defensa de su independencia y de su forma de vida, desde las campañas de la conquista durante el siglo XVI y hasta el año 1881, en que se produjo la llamada pacificación de la Araucanía.
Los grupos de la misma etnia que ocupaban las pampas de la Cordillera, tampoco habían sido sometidos por el gobierno argentino y su propia «pacificación» la logró el General Roca algunos años antes, mediante lo que se llamó en Argentina la «Campaña del Desierto», que se inició pocos días después de la declaración de la Guerra del Pacífico, cuando Chile no estaba en situación de ocupar o defender la Patagonia en disputa.
La campaña del desierto significó, prácticamente, el aniquilamiento de los indígenas del sur argentino, mientras que los gobiernos chilenos, a pesar de los incontables abusos iniciales en la adjudiciación de las tierras, procuraron siempre proteger a los mapuches mediante la dictación de sucesivas leyes y la creación de juzgados especiales destinados, teóricamente, a impedir su despojo por los particulares.
Lo cierto es que las mejores intenciones a veces producen pocos y malos resultados y éste fue el caso hasta hace pocos años, ya que los títulos de propiedad otorgados por el Gobierno Militar no resolvieron los problemas de un pueblo básicamente cazador y recolector, acostumbrado a vivir sobre grandes extensiones de tierras.
Contribuyeron a hacer ineficaces las medidas, las especiales características de las instituciones mapuches, sin noción de estado y con jefaturas políticas o guerreras de pura contingencia. Esta falta de poderes centrales les permitió mantener una lucha de siglos contra el conquistador y no de pocos años, como fue el caso de los grandes imperios incásico y azteca, en que la caída del poder político quebró la resistencia del pueblo.
La cultura mapuche, relativamente atrasada con respecto a los pueblos del norte, ha permanecido muy parecida a la que existía al producirse la conquista española. En efecto, la existencia en comunidades ha impedido una transferencia fluida de las ideas y de la forma de vida del medio «chileno», para bien o para mal, según sea el punto de vista del observador.
La actual tendencia mundial a la defensa de las minorías étnicas y de sus culturas, dejando que sean solamente dichas minorías las que decidan su conveniencia, ha exacerbado los sentimientos de las comunidades autóctonas creando enclaves reacios a la integración.
No es ésta la ocasión de pronunciarse sobre la defensa a todo trance de lo autóctono por sí mismo o de lo actual y de sus seudo valores, pero es obvio que el problema radica allí y que no se resolverá en los próximos años.
Lo que si corresponde hacer, y eso no admite demora, es buscar una solución para los problemas de educación, de salud y de pobreza del pueblo mapuche que vive en las comunidades del sur, es decir, para el que no se encuentra integrado a la forma de vida de la mayoría nacional, como ocurre con algunos que incluso desempeñan relevantes cargos públicos.
Para aquéllos, desafortunadamente, no hay, por ahora, otro recurso que la «protección», ese término amplio y ambiguo, que sirvió de inspiración a las leyes dictadas en su beneficio desde los primeros años de la pacificación, pero justificada ahora en el reconocimiento de sus derechos y como forma de indemnizar los abusos del pasado.
Más tierras y apoyo económico y técnico para hacer rentable su explotación, ya que el pueblo cazador y recolector se ha hecho básicamente agricultor. Escuelas, hospitales y postas médicas y… por parte de nosotros, los «huincas», algo que a los chilenos nos cuesta mucho: aceptar la diversidad.
Mario Alegría Alegría
Publicado en El Mercurio de Valparaíso, el 9 de abril de 1999