33. GUERRA CON ARGENTINA.

Señor Director:

He seguido con interés la polémica entre don Sergio Onofre Jarpa y don José Miguel Barros referente a la inminencia de una guerra con Argentina en 1978. En esos años, y por un lapso de 27, fui profesor de Historia Institucional de Chile en la Escuela de Derecho de la Universidad de Valparaíso, en donde una unidad temática se refería a la historia de nuestras relaciones internacionales, naturalmente en el nivel que el tiempo lo permitía. Esa circunstancia y mis viajes periódicos a Punta Arenas me dieron antecedentes más que suficientes para coincidir con el señor Barros, pero, sobre todo, contribuyeron a esta convicción dos informaciones de fuentes absolutamente serias y confiables: la una provino de cercanos parientes en Perú que durante los gobiernos de los señores Velasco Alvarado y Morales Bermúdez tuvieron siempre al menos uno de los ministros del gabinete como amigos de familia en Lima y la otra un sacerdote amigo cuya congregación tiene también sedes en Argentina y el cual conoció la guerra por haberla vivido como auxiliar del ejército de su país y después como prisionero de guerra de los rusos. Las dos anécdotas de esta historia son las siguientes:

Durante el gobierno del señor Morales Bermúdez, visitó Lima el entonces Ministro de Relaciones de Argentina, quien le propuso derechamente un tratado de alianza contra Chile, parecido al que casi obtuvo en 1873 la aceptación del Congreso argentino, en los años previos a la Guerra del Pacifico. La respuesta del general Morales Bermúdez no se hizo esperar, y fue más o menos la siguiente: Yo conozco bastante la historia y preferiría que esta vez sea Argentina la que inicie la guerra y, según se vean las cosas, el Perú invadiría Chile para recuperar las provincias perdidas en el Tratado de Ancón.

El segundo hecho que me relato mi amigo sacerdote poco después de iniciado el proceso de mediación papal fue que sus colegas argentinos, a quienes visitaba con frecuencia, le informaron entre divertidos y asombrados que el gobierno argentino había despachado a la Patagonia nueve mil ataúdes plásticos destinados al mismo número de sus soldados que el Estado Mayor había calculado que perderían la vida en la invasión del territorio chileno. Alejado ya, al parecer, el conflicto, lo que divertía a los sacerdotes que a uno y otro lado de la cordillera tenían la experiencia de una guerra de verdad en Europa, fue la idea de enviar ataúdes al eventual frente de combate, por el pésimo efecto que este hecho tendría en la moral de los soldados.

                                                                  MARIO ALEGRÍA ALEGRÍA

                                                                               Abogado

 

Publicado en el diario El Mercurio de Santiago, en Octubre de 2003

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