Que el lector no se mueva a engaño, no se trata de Sebastián de Magalhaes, el político y poeta lusitano a quien se ofreció la presidencia de Portugal cuando en el siglo XIX cayó la monarquía y…que la rechazó, ni tampoco del político brasileño Olyntho de Magalhaes que concibió, a principios del siglo XX. la unión de Argentina, Brasil y Chile, esa hermosa utopía que habría sido el A.B.C. destinada a evitar, por un lado, el conflicto entre dichos países y, por el otro, a disminuir los efectos en Sud América de la política del buen vecino» de los Estados Unidos. No, a quien he de referirme, conforme al recuerdo un tanto esquivo de mi niñez, es a un señor de ese apellido que residía en calle República en Playa Ancha, en donde yo vivía por entonces.
El señor Magalhaes, de estatura más bien corta, usando quevedos, vestido con cierta elegancia anticuada y con cara bondadosa, tal lo recuerdo. vivía en una casa «señorial» para los cánones de la época, con un antejardín con rejas de las que colgaban hacia la vereda olorosos jazmines, añoranzas tal vez de su patria lusitana y, alguna otra, a la que al pasar arrancábamos una flor para iniciarnos en la botánica de pistilos, estambres y pétalos que nos rondaba la cabeza.
Pero, vamos a la historia, en la misma calle vivía una viuda con cuatro hijas que había conocido tiempos mejores hasta que murió repentinamente el padre, un escocés que tenía una empresa de reparación de naves a flote, de los veleros que entonces colmaban la bahía. Las hijas se sostenían con entereza más que con preparación para la vida, bordando sábanas, fundas y manteles en tiempos en que no existía la competencia de los productos de India y Manila.
Una de las niñas, todas solteras, por entonces, atrajo y fue atraída por un joven conductor de taxis, de los que entonces en corto número se ubicaban en paraderos del «plan» de la ciudad. Situado en la plaza Aníbal Pinto, sus emolumentos no habrían sido malos si el auto hubiere sido suyo, pero no lo era si tenia que dividir el ingreso diario con el dueño. Esto no le permitía mantener una familia. Es decir, no se podía casar mientras no tuviera auto propio.
En tiempos cuando no existían financieras ni créditos de consumo y cuando en los bancos quien solicitaba un préstamo tenía que hablar con el gerente o al menos con uno de los subgerentes, en vez de las tantas ejecutivas de cuentas que existen ahora, obtener un crédito era absolutamente inalcanzable para el novio.
Pero se entrevió una solución, la novia, que apenas conocía «de saludo» al señor Magalhaes. de quien se sabía que era persona de fortuna aunque sin ostentación, se atrevió a acompañar a su futuro marido, nada menos que a pedirle un préstamo para comprar un auto. sin más garantía que la palabra del futuro deudor, ya que la prenda sin desplazamiento se aprobó muchos años después.
No upinios de esa conversación, pero sí de sus resultados: nuestro señor Magalhaes, por conocer tantos años a esa familia vecina, de costumbres intachables, pero pobre, accedió a prestarles el dinero que se convirtió en un bonito «Essex» de 6 cilindros, que trabajando con tesón, permitió a su dueño pagar hasta el último centavo del crédito obtenido.
Yo conocí los hechos porque la novia había sido mi profesora, sin título pero con vocación de maestra, que me enseñó a leer, a escribir y «las cuatro operaciones» antes de ir a la escuela primaria del barrio.
He recordado esta anécdota, porque ahora que todo el mundo político parece procurar con decisiones y recursos oficiales robustecer la trama social que sustentaba vigorosamente nuestra antigua unidad nacional, quebrantada desde los años sesenta, por el duro enfrentamiento político, primero, y después por gobiernos autoritarios, muchas veces olvida lo importante que resulta en esta tarea la solidaridad de los vecinos.
Cierto es que ella se ve afectada por la nueva forma de desarrollo de las ciudades, con barrios segmentados según sea el ingreso y por la tendencia a aislarse de los vecinos. sintiéndose siempre como viajeros en tránsito, que esperan un ascenso para trasladarse a un barrio con mejor «status».
Pero, a pesar de esas dificultades, si el mensaje hacia los vecinos pretendiera revivir la solidaridad perdida sin alusiones que revelen expresa o tácitamente intereses políticos, tal vez veríamos multiplicaras los señores Magalhaes que en forma anónima y sin mengua de las corporaciones de beneficencia entreguen su aporte a la unidad nacional. En la medida que han vivido en el barrio como gente de bien, aunque no hayan cultivado amistades al borde del asador y del buen vino que parece ser la única forma actual de mantener las amistades, se iría recuperando esa «trama» social que se echa de menos.
Los proyectos de unión nacional a través de campañas de solidaridad dirigidas por la televisión sirven bien el propósito de financiar obras de beneficencia que lo requieren y lo merecen, pero no alcanzan la permanencia que les daría recuperar la solidaridad como un valor cultural y permanente.
Mario Alegría Alegría
Publicado en El Mercurio de Valparaíso, el 12 de Febrero del 2002