71.LA CIUDAD PERDIDA.

Hace unos días nuestra cultura y nuestros impulsos ancestrales me llevaron al cementerio de Playa Ancha, el antiguo cementerio N° 3 que mira al mar, como yo lo advertí cuando compré, hace casi treinta años, la tumba familiar.

Me pareció que a los míos tanto como a mí les gustaría dormir para siempre con el ruido de las olas y el viento salobre de Playa Ancha. Talvez fue un llamado de algo aún más antiguo que nuestra propia civilización, tan viejo como el hombre sobre la tierra que quiere, algún día, regresar a la naturaleza.

Pero esta sencilla reflexión, mientras conducía por la avenida Altamirano pronto se vio interrumpida por la necesidad de esquivar los baches y resaltos del pavimento y, casi sin quererlo, recordé ese otro barrio y esa otra ciudad en que viví mi niñez y mi juventud.

Por esa misma avenida, recién construida entonces, como la costanera natural de Valparaíso, sin quioscos estrafalarios ni miradores con curiosos objetos convertidos en monumentos de la fealdad, pero sí con hermosos jardines, corrían tranvías que viajaban al centro de la ciudad o que subían hasta Playa Ancha, sin contaminar y tan limpios como el ambiente por el que discurrían desde el Paseo Rubén Darío hasta el parque todo el sector era un área verde y boscosa o de jardines rústicos que lo convertían en lo que nunca debió perderse, en uno de los grandes pulmones verdes de la ciudad. Por esa misma avenida en largos paseos matinales, preparamos muchos de los exámenes universitarios junto con compañeros que preferían como yo, el aire limpio y fresco del mar antes que el encierro en la habitación, como lugares de estudio.

Talvez, por eso, resiento más el cambio de panorama, el descuido y la suciedad y hasta el hacinamiento, donde antes hubo pulcritud y amplios espacios públicos arbolados.

Y lo que se dice del borde costero descuidado y afeado puede también extenderse a las plazas y a las calles y avenidas que servían de paseo a los habitantes de la ciudad hasta los años sesenta.

En esa época aún la ciudad no se desintegraba como ahora y a pesar que su población era apenas 20% inferior a la actual, de algún modo su espacio público aún era el parque, las plazas y jardines y las calles.

En efecto, salvando la condición muy especial de la plaza Echaurren cuyo entorno fue siempre peligroso, desde la calle Serrano hasta la avenida Argentina y desde la Aduana hasta la Piedra Feliz podía recorrerse Valparaíso sin riesgos y con la seguridad de encontrar conocidos que disfrutaban su ciudad, a todo el largo de ella.

La calle era lugar de encuentro y, así podía verse, a los diputados Alfredo Nazar o Rolando Rivas en calle Pedro Montt, a la puerta de la peluquería que entonces existía a unos metros de la plaza Victoria, conversando con sus amigos y recibiendo en audiencia pública las peticiones y quejas de los ciudadanos. Poco más allá en plena calle Condell, el regidor don Juan Escala con su característica corbata blanca, atendía también las peticiones de la gente y podía observar cómo la población transitaba segura por las calles.

Pero, los espacios públicos se llenaron de edificios que pudieron encontrar otros lugares para instalarse, sin ocupar los paseos tradicionales de la ciudad. En el antiguo jardín San Pedro, se construyó un liceo, la costanera se atiborró de contenedores y se cerró con rejas a los paseantes y así podría seguirse enumerando lugares de encuentro de la gente de todos los barrios que se perdieron para siempre. El parque Alejo Barrios y su entorno, excluyó la algarabía de las Fiestas Patrias, la merienda de las familias bajo los eucaliptos, y el desfile de las fuerzas armadas en el que, los antiguos planos, llamaban Campo de Marte.

Ahora, calles y plazas son peligrosas porque se abandonaron a la delincuencia y, para qué decir de los parques alejados y sin vigilancia a los que se accede por pistas deterioradas y oscuras.

Parece que las autoridades quisieran reducir la actividad pública a los espacios cerrados en donde hay que pagar por la entrada o el consumo, olvidándose que los países de larga tradición cultural han defendido tales espacios como propios e indispensables para la vida de la ciudad y han cuidado que la vigilancia los haga seguros.

Parques, jardines y plazas grandes y pequeñas en Londres, jardines y grandes avenidas en Paris, y, más cerca de nuestra tradición, las plazas españolas nos muestran lo que debe ser la ciudad.

Valparaíso se perdió como ciudad cuando fue entregando sus espacios públicos y cuando éstos se abandonaron a la delincuencia. Tardíamente se quiere ahora que la Unesco acoja a la ciudad como patrimonio de la Humanidad, para salvar los ascensores, algunos edificios y rincones como se ha protegido el «casco viejo» de Lisboa, de Barcelona y algunos pueblos y ciudades de la costa dálmata. Ello contribuirá seguramente al aumento del turismo en nuestra zona pero también debemos pensar en los habitantes de la ciudad. Ellos quisieran recuperar aquellos espacios, en cuanto el contexto histórico y económico lo permita, como lugares de encuentro público, hermosos y tranquilos porque no desean tener que correr todas las tardes por las calles hasta encontrar resguardo tras de los muros de sus casas.

                                                                          Mario Alegría Alegría

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 13 de junio de 1998

70.LA CIUDAD INTERIOR.

Muchos recuerdos del Valparaíso de antaño, han tenido cabida en estas páginas y otras crónicas lo describieron llenas de color y en prosa tan fluida y amena como la de Edwards Bello «En el Viejo Almendral». El se refirió a la ciudad en las primeras décadas del siglo, cuando se sentía en Valparaíso, el pulso económico del país, cuando era sin duda, centro de importantes decisiones ajenas a Santiago que, como siempre, vivía para la política y la ostentación, de la que sólo, de vez en cuando, hacían gala los porteños.

Valparaíso, en ese tiempo era el Puerto, el Almendral y algunos barrios, refugio de extranjeros, como el Cerro Alegre, de artesanos y empleados los demás, pero dependiendo todos del nervio central del puerto, de la bolsa, del comercio y de los ferrocarriles e industrias. todas ubicadas en el plan de la ciudad.

Al margen de esta ciudad de antaño y poco después del terremoto de 1906, ajena al tráfago del centro financiero y económico, nació una ciudad provinciana, recogida y tranquila en que vivíamos sus habitantes en una verdadera y, a ratos, regocijante democracia.

A esta altura de la reflexión, cabe preguntarse ¿qué es una ciudad provinciana en Chile? Pienso en ésas que crecieron en el valle central al lado del ferrocarril ya fuera en la línea central o en sus ramales. De ellas quedan algunas refugiadas en regiones en donde todavía es posible oír los sonidos de la naturaleza y quizás echar el anzuelo en sus ríos aledaños.

Si hubiéramos de recordar sus componentes, diríamos que tales ciudades requerían una plaza porque así siempre se planificó en Chile, en cumplimiento de las Ordenanzas de Población que acompañaron a los gobernadores españoles desde la conquista, necesitan también, es escuelas y colegios, un regimiento porque la vieja estrategia militar exigió el despliegue de las fuerzas a lo largo de nuestro territorio; comercio para abastecer a los vecinos de lo necesario; hospital para socorrer a la población en las urgencias y cementerio para enterrar a los difuntos, un banco para depositar los ahorros, iglesias y conventos para el auxilio de los creyentes, museos para el resguardo del saber, un estadio en que los niños y los jóvenes aprendieran a competir ganando o perdiendo con honestidad, un balneario de mar, si de costa se trataba y… desde un comienzo, una autoridad, un cabildo que después se llamaría Municipalidad.

En este caso, sólo faltó la autoridad local porque todo lo demás estaba y se llamó Playa Ancha, en donde incluso los tranvías de las líneas 8 y 9 se movían sin salir del ámbito de sus deslindes, recorriéndola por sus avenidas principales: Playa Ancha y Gran Bretaña.

Allí vivimos la experiencia diaria de la escuela primaria y del liceo, y solamente nos habituamos a «bajar» a estudiar cuando fuimos a la Universidad.

Espléndida ciudad fue esa en que en una misma cuadra vivíamos ricos, y pobres, profesionales y artesanos, niños de la escuela pública y de los colegios privados. Nos reuníamos los menores en las plazas y en las calles para jugar como hacen los niños, sin preguntar primero quiénes son sus padres, cuánto ganan y cuál es la marca de sus autos.

Dos teatros proveían distracción a quienes preferían la comodidad y la tibieza del espacio cerrado para ver películas u obras de teatro o muy de tarde en tarde a las recatadas «bataclanas» de antaño y el estadio para los que buscaban dar salida a sus energías vitales dando vivas al viejo Santiago Wanderers.

De todo había en el viejo Playa Ancha, jardines como el de San Pedro, refugio de enamorados inocentes, el Parque Alejo Barrios y sus bosques añosos para los más osados que buscaban la obscuridad de sus rincones para sus efusiones y hasta una Piedra Feliz para los que sufrían mal de amores sin remedio.

Si de personajes se trata estaban el Director del Museo de Historia Natural, el profesor norteamericano don John Juger con una flor diferente cada día en la solapa de su vestón y de fácil sonrisa; el serio historiador, bibliófilo y director, por muchos años, de la Biblioteca Severín, don Roberto Hernández Cornejo, Humberto Gianini, el maestro de filosofía de hoy que ya en sus años mozos nos proponía los problemas del ser y del conocimiento que hoy maneja con soltura y erudición y Carlos León, el «Hombre de Playa Ancha» con su abrigo sobre los hombros y su cigarrillo inacabado. En el Liceo N° 2 de Hombres su rector don Héctor Gómez Matus, era autor de libros con que se enseñaba inglés en muchos colegios de nuestro país; nuestro profesor de dibujo don Manuel Soto Morales, era quien con el pseudónimo de Lautaro Yankas, se destacaba entre lo mejor de la literatura chilena de los 40, y así podríamos seguir con otros personajes cuya sola enumeración daría para una nota aparte. Ellos formaban la élite cultural que toda ciudad con estampa propia debe poseer, pedagogos, matemáticos, autores de piezas de teatro cómico como el arquitecto Onías Velasco, deportistas que ganaron más de un campeonato de waterpolo en representación del Deportivo Playa Ancha y tantos otros. Así fue esa ciudad provinciana para quienes pudimos gozarla en los años de juventud, la misma que ahora, se encuentra fundida en el «Gran Valparaíso», con barrios que se agregaron sin integrarse, con calles perdidas en el pasado y con casas cuyos habitantes parecieran no quererlas como morada permanente por el abandono que muestran, con cines cerrados para siempre y con el viejo faro trasladado para dejar cabida a la construcción de un nuevo edificio para la Escuela Naval. Invadidos los bosques por construcciones que significaron progreso, desapareció esa «ciudad interior» que existió en Valparaíso, que en muchos aspectos fue ajena a él, y que se fue poco a poco dejando en nosotros el recuerdo de su quehacer sencillo, de su tranquila bohemia sin violencia ni drogas, y de los vecinos que saludábamos al pasar.

                                                                         Mario Alegría Alegría

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 6 de Septiembre de 1997

69. EL TRIUNFALISMO DE LOS CHILENOS.

La historia de Chile está llena de altibajos, como los de todos los países, pero que resultan demasiado numerosos para menos de doscientos años de vida independiente. Tal vez es consecuencia de la escasez de riqueza, condición ésta no asumida ni por los grupos que han gobernado, ni por el común de la nación que siempre pensó que vivía en la copia feliz del edén, como dice nuestro himno patrio.

Nuestra historia es la de un maníacodepresivo, con períodos de gran euforia y acción, seguidos de otros en que la catástrofe parece esperarnos al doblar la esquina.

Desde muy atrás, las campañas victoriosas de la Independencia, y la expedición Libertadora al Perú que, marcó el ápice de la gloria de O’Higgins y de su gobierno, fue un período de euforia nacional. El ostracismo del general y los años que lo siguieron hasta el advenimiento de Portales, la amargura política y la crisis económica marcan un proceso de depresión cíclica del país, que sólo emerge, cuando, vencedor en la Guerra contra la Confederación, con los gobiernos de Bulnes y Montt, recupera su sentimiento de grandeza a pesar de la modestia de sus recursos económicos.

La siguiente depresión sicológica y económica se inicia con el gobierno de Pérez y la desgraciada guerra con España, iniciada porque nuestros políticos, en otro de los episodios triunfales, se sintieron los líderes de la América Morena. El período que sigue hasta la crisis mundial de los años 1874/1877 es de suprema depresión agravada por los problemas internacionales que debe enfrentar Chile.

La Guerra del Pacífico y la incorporación de la riqueza salitrera, inician un período de euforia nacional y de exitismo que dura hasta la guerra civil de 1891 que agota la economía y el espíritu nacional en el peor momento, ya que se agravaría la crisis con Argentina cuando aún no se solucionaba el problema de límites con Bolivia, puesto que la suspensión de hostilidades con ese país estaba sujeta a una simple tregua.

La lista es larga, se suma a ella la Primera Guerra Mundial y el descubrimiento del salitre sintético; casi de inmediato sobreviene la crisis mundial de 1928 que llega a nuestro país con doce años de retardo; luego la recuperación de los ánimos con el advenimiento del Estado interventor y las Corporaciones de Reconstrucción y Auxilio y de Fomento a la Producción, para seguir con el abatimiento del país y de los chilenos, durante el segundo gobierno de Carlos Ibáñez, agobiado el país por la caída de los precios de sus exportaciones y por una burocracia que nadie se atrevía a tocar.

Así, en altibajos, se ha escrito la euforia y la depresión en nuestro país y de esta historia se olvidaron los chilenos que iniciaron su vida activa y sus negocios en los últimos diez o quince años. Jamás se había dado un período tan largo de crecimiento sostenido y de triunfo del «know how» de los jóvenes administradores y economistas nacionales, pero a ellos les faltó la perspectica del tiempo para advertir nuestras graves falencias y la enorme dependencia de nuestras exportaciones por falta de mercado interno capaz de absorber una proporción mayor de la producción de nuestras industrias.

La crisis asiática, la sequía, y los problemas políticos que no maneja Chile, han creado un escenario al que no estaban acostumbrados los jóvenes ejecutivos chilenos que viajaban a otros países a hacerse cargo de la administración de empresas creadas o adquiridas por el incipiente capitalismo nacional. Ellos y algunos mayores son los que hoy se encuentran más abatidos y los que están buscando salida a sus problemas personales, vendiendo sus negocios a extranjeros para pasar, de industriales a rentistas.

Creemos, por eso, que han sido beneficiosas las exhortaciones de los dirigentes de las principales confederaciones de financistas e industriales, que han llamado a no perder el ánimo y a seguir creando riquezas en Chile para despegar de la depresión en que nos encontramos.

Cuando Francisco A. Encina escribió la «Inferioridad Económica de Chile» hace más de medio siglo, el país que observaba era el mismo de hoy, pero su población no sólo es ahora más numerosa e instruida, sino que ha demostrado que es capaz de hacerlo crecer a pesar de lo menguado de sus recursos.

Es el momento de pasar del pesimismo a la acción ¿y por qué no? tal vez a un triunfalismo moderado que no irrite a nadie y que estimule a todos.

                                                                         Mario Alegría Alegría

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 15 de abril de 1999