Hace unos días nuestra cultura y nuestros impulsos ancestrales me llevaron al cementerio de Playa Ancha, el antiguo cementerio N° 3 que mira al mar, como yo lo advertí cuando compré, hace casi treinta años, la tumba familiar.
Me pareció que a los míos tanto como a mí les gustaría dormir para siempre con el ruido de las olas y el viento salobre de Playa Ancha. Talvez fue un llamado de algo aún más antiguo que nuestra propia civilización, tan viejo como el hombre sobre la tierra que quiere, algún día, regresar a la naturaleza.
Pero esta sencilla reflexión, mientras conducía por la avenida Altamirano pronto se vio interrumpida por la necesidad de esquivar los baches y resaltos del pavimento y, casi sin quererlo, recordé ese otro barrio y esa otra ciudad en que viví mi niñez y mi juventud.
Por esa misma avenida, recién construida entonces, como la costanera natural de Valparaíso, sin quioscos estrafalarios ni miradores con curiosos objetos convertidos en monumentos de la fealdad, pero sí con hermosos jardines, corrían tranvías que viajaban al centro de la ciudad o que subían hasta Playa Ancha, sin contaminar y tan limpios como el ambiente por el que discurrían desde el Paseo Rubén Darío hasta el parque todo el sector era un área verde y boscosa o de jardines rústicos que lo convertían en lo que nunca debió perderse, en uno de los grandes pulmones verdes de la ciudad. Por esa misma avenida en largos paseos matinales, preparamos muchos de los exámenes universitarios junto con compañeros que preferían como yo, el aire limpio y fresco del mar antes que el encierro en la habitación, como lugares de estudio.
Talvez, por eso, resiento más el cambio de panorama, el descuido y la suciedad y hasta el hacinamiento, donde antes hubo pulcritud y amplios espacios públicos arbolados.
Y lo que se dice del borde costero descuidado y afeado puede también extenderse a las plazas y a las calles y avenidas que servían de paseo a los habitantes de la ciudad hasta los años sesenta.
En esa época aún la ciudad no se desintegraba como ahora y a pesar que su población era apenas 20% inferior a la actual, de algún modo su espacio público aún era el parque, las plazas y jardines y las calles.
En efecto, salvando la condición muy especial de la plaza Echaurren cuyo entorno fue siempre peligroso, desde la calle Serrano hasta la avenida Argentina y desde la Aduana hasta la Piedra Feliz podía recorrerse Valparaíso sin riesgos y con la seguridad de encontrar conocidos que disfrutaban su ciudad, a todo el largo de ella.
La calle era lugar de encuentro y, así podía verse, a los diputados Alfredo Nazar o Rolando Rivas en calle Pedro Montt, a la puerta de la peluquería que entonces existía a unos metros de la plaza Victoria, conversando con sus amigos y recibiendo en audiencia pública las peticiones y quejas de los ciudadanos. Poco más allá en plena calle Condell, el regidor don Juan Escala con su característica corbata blanca, atendía también las peticiones de la gente y podía observar cómo la población transitaba segura por las calles.
Pero, los espacios públicos se llenaron de edificios que pudieron encontrar otros lugares para instalarse, sin ocupar los paseos tradicionales de la ciudad. En el antiguo jardín San Pedro, se construyó un liceo, la costanera se atiborró de contenedores y se cerró con rejas a los paseantes y así podría seguirse enumerando lugares de encuentro de la gente de todos los barrios que se perdieron para siempre. El parque Alejo Barrios y su entorno, excluyó la algarabía de las Fiestas Patrias, la merienda de las familias bajo los eucaliptos, y el desfile de las fuerzas armadas en el que, los antiguos planos, llamaban Campo de Marte.
Ahora, calles y plazas son peligrosas porque se abandonaron a la delincuencia y, para qué decir de los parques alejados y sin vigilancia a los que se accede por pistas deterioradas y oscuras.
Parece que las autoridades quisieran reducir la actividad pública a los espacios cerrados en donde hay que pagar por la entrada o el consumo, olvidándose que los países de larga tradición cultural han defendido tales espacios como propios e indispensables para la vida de la ciudad y han cuidado que la vigilancia los haga seguros.
Parques, jardines y plazas grandes y pequeñas en Londres, jardines y grandes avenidas en Paris, y, más cerca de nuestra tradición, las plazas españolas nos muestran lo que debe ser la ciudad.
Valparaíso se perdió como ciudad cuando fue entregando sus espacios públicos y cuando éstos se abandonaron a la delincuencia. Tardíamente se quiere ahora que la Unesco acoja a la ciudad como patrimonio de la Humanidad, para salvar los ascensores, algunos edificios y rincones como se ha protegido el «casco viejo» de Lisboa, de Barcelona y algunos pueblos y ciudades de la costa dálmata. Ello contribuirá seguramente al aumento del turismo en nuestra zona pero también debemos pensar en los habitantes de la ciudad. Ellos quisieran recuperar aquellos espacios, en cuanto el contexto histórico y económico lo permita, como lugares de encuentro público, hermosos y tranquilos porque no desean tener que correr todas las tardes por las calles hasta encontrar resguardo tras de los muros de sus casas.
Mario Alegría Alegría
Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 13 de junio de 1998