74. EL PAGO DE LOS CHILENOS.

Recuerdo que en mi infancia era común referirse al «pago de Chile» cuando quienes, por algún motivo, debían a alguien consideración y/o respeto le daban la espalda en momentos de necesidad. Esta frase, de algún modo representaba el sentir de la mayoría acerca de la falta de memoria del deudor, pero sobre todo del Estado de Chile ya que era común hacerlo notar cuando en las presentaciones militares hacían acto de presencia los «veteranos del 79», vale decir los ex combatientes de la Guerra del Pacífico que dieron a Chile gloria, pero también prosperidad con la incorporación a la soberanía nacional de las provincias del Norte del país. Se les veía pasar cargados de condecoraciones pero a veces mal trajeados y macilentos porque la inflación corroía sus pensiones que se reajustaban con tardanza y mezquinamente como las de todos los jubilados un nuestro País.

Por los mismos años también se justificaba la frase para los capitalistas norteamericanos y suizos que habían tenido la mala idea de comprar bonos del Estado de Chile colocados en sus mercados nacionales especialmente durante los primeros años del gobierno del general don Carlos Ibáñez. El dinero así obtenido, se transformó en carreteras, equipo ferroviario y nuevas obras públicas de todo orden y en equipamiento para las fuerzas armadas y tales empréstitos se pagaron puntualmente hasta la gran depresión de 1929 que llegó a Chile, como siempre ocurre, con dos años de retardo, pero con tremendos efectos, los más graves conocidos en todo el mundo al decir de los economistas y que tuvo como corolario, la suspensión del servicio de la deuda externa.

Por eso, para mí se grabó profundamente en la conciencia, la idea que Chile, como nación, era mal pagador, hasta que las estadísticas de los últimos años, sobre todo en la últinia década, parecieron sacarnos de encima el sambenito.

El Chile de antaño se borró para dar paso a un país con índices de crecimiento promedio del 7% anual mantenido por largos años, con envidia de nuestros vecinos y con malsano orgullo nuestro (lie nos hizo pasar de ser modestos y sencillos, a opulentos y tan presumidos como los nuevos ricos que a menudo criticamos.

Pero, lo cierto es que el país se convirtió en un muy buen pagador y así, mientras los más de los países sudamericanos tenían que recurrir a los «bonos Brady» para salir de apuros, los valores chilenos alcanzaban las más altas cotizaciones en las bolsas internacionales y el Banco Central, reiteradamente se daba el gusto de prepagar deuda externa por cientos y hasta más de mil millones de dólares.

Sin embargo, lo que es válido como opinión de «Chile país», no se puede extrapolar respecto de los chilenos que seguimos siendo muy malos pagadores.

En efecto, pagar en un sentido lato es satisfacer lo que se debe y, en un sentido más específico el pago es el cwnplimiento de lo debido o adeudado que no es necesariamente dinero sino también la ejecución de un hecho o la prohibición contractual de ejecutarlo. En este caso, no tratándose de una opinión acerca del pago como cumplimiento de una obligación legal, sino también de aquéllas de carácter moral aunque no tengan aparejada la acción para pedir su cumplimiento ante los tribunales, nos tomaremos algunas libertades en la enumeración de los pagos que los chilenos no acostumbramos a hacer.

Excluimos intencionalmente el pago de los impuestos, porque por fuera, los chilenos somos, en el concierto latinoamericano, los que menos evadimos esta obligación frente al Estado.

Pero, salgamos del sector de los ingresos que el Estado cobra armado de especiales y contundentes instrumentos legales y vamos al campo de lo particular o de aquellas reparticiones del estado en que por «sensibilidad política» no se aplica la misma mano dura que al contribuyente recalcitrante.

Existen en nuestro país varias empresas que proveen a sus suscriptores de televisión por cable que se cuidan, en sus contratos, de no especificar las señales que transmitirán para defenderse de una acción indenmizatoria si fallan en emitirlas, pero que publicitan amplia mente el listado de las que operan mes a mes. Cuando, de pronto, dejan de transmitir las señales que corresponden a sus emisiones de mayor sintonía, calidad y costo ¿no deberían reconocer que no están en situación de pagar su obligación totalmente y rebajar el precio de la contra prestación del suscriptor?

En el campo turístico y de los servicios anexos, los ejemplos sobran: en los restaurantes se vende filete o lomo y se paga con postas o asados parrilleros.

Las lineas aéreas venden pasajes para un día y vuelo determinados e incluso se reservan asientos que resultan no estar disponibles al llegar el pasajero al aeropuerto, es decir, simplemente no se le paga, porque no se cumple la obligación en la forma y tiempo convenido con el eufemismo de estar «sobrevendido el vuelo».

Los empleados públicos contratan voluntariamente sus servicios por un sueldo y con un horario aceptado por ellos y con la obligación implícita de correcto servicio a la comunidad y asistimos al desesperante espectáculo de la burocracia, no solamente por los trámites absurdos dispuestos por la ley, sino por los que agregan los propios funcionarios de su cosecha.

Los médicos contratados para encontrarse en los servicios a las ocho de la mañana, con excepciones es cierto, llegan con media o una hora de retraso, lo que priva a uno o más modestos pacientes de recibir la atención a que tienen derecho, porque esos profesionales pagan en forma incompleta al Estado.

En algunas universidades las jornadas completas de los docentes son tan «virtuales» como las imágenes televisivas y obviamente esos chilenos tampoco son buenos pagadores.

Y, para qué decir de lo que ofrece la propaganda y lo que en realidad se entrega al comprador.

En los Juzgados de Menores, no son pocos los padres que no pagan los alimentos que deben a sus hijos recurriendo al viejo pero efectivo truco de no declarar más renta que la imponible, a veces ridículamente baja en relación con los ingresos reales del demandado.

La conclusión pareciera ser que el país paga como tigre y que los chilenos nos defendemos como gatos… para no pagar, es decir para dejar de cumplir con lo que nos hemos comprometido a hacer.

                                                                              Mario Alegría Alegría

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 6 de agosto de 1997

73. GRANDES Y PEQUEÑAS PALABRAS

Comentando Agustín Squella el libro de Lucía Santa Cruz «Conversaciones con la libertad», señala con mucha propiedad que «la filosofía general puede ser practicada como un intento de aclaración de algunas grandes palabras como «ser», «tiempo», «sujeto», «verdad» y otras de ese tipo», y, agrega, citando a Isaiah Berlin, que cuando la filosofía aclara el sentido de las palabras importantes equivale a hacer claridad sobre el propio pensamiento.

Cobra de este modo importancia la palabra como vehículo del pensamiento y portadora de mensajes, tanto en el mundo intelectual como en el muchísimo más vasto del chileno medio que se sirve de apenas unos cientos de términos para expresar lo cotidiano.

Reflexionando de esta forma sobre el lenguaje recordé una pequeña palabra que se usaba a menudo en el discurso coloquial y cuyo contenido impregnaba la educación de niños y adolescentes hasta hace unas décadas y no es otra que «respeto». El mismo término que el diccionario define como «miramiento, acatamiento, veneración, reverenda» y que incorpora la tolerancia, que es a su vez «respeto y consideración hacía las opiniones y prácticas ajenas».

En estos días se discute la forma de poner término a la discriminación que en nuestra sociedad afecta a los homosexuales, los discapacitados, los deformes, los indígenas y a otros seres a quienes convierte en marginales. Se invoca como remedio la tolerancia, valor esencial para la convivencia, vale decir la aceptación de la diversidad como propia de la naturaleza humana y la libertad de opciones en la vida sexual.

Me parece pobre esta campaña así planteada, no por el beneficio próximo que pueda traer a quienes hoy sufren discriminación sino porque demuestra que los padres, los maestros y el Estado abandonan el imperativo de hacer valer el respeto como valor superior en las relaciones humanas porque sienten fallidos sus esfuerzos o porque lo desecharon al asimilar, equivocadamente, este término a conductas impuestas por regímenes autoritarios.

En uno u otro caso se habría perdido la oportunidad de ensayar, como se hizo con las generaciones pasadas, confieso que no siempre con suficiente resultado, que respetáramos al otro aunque pareciera, sintiera y pensara distinto a nosotros, porque al hacerlo reconocíamos su dignidad de ser humano y preservábamos la propia.

La conducta que se inducía mediante el respeto resguardaba no solamente la integridad física y moral de los demás sino también su patrimonio, como atributo de la personalidad, lo que a los abogados se nos explicaría al estudiar el derecho de las personas. Este mismo valor a veces transformado en virtud, nos impedía emporcar con rayados y consignas las paredes de las casas y los lugares públicos y también destruir a golpes o con bombas molotov el alhajamiento de los sitios públicos y los locales de las escuelas y universidades: por respeto al titular del dominio particular o público y por respeto a la ley.

El enunciado diario de mensajes aparentemente triviales iba formando, en los niños, patrones de conducta que, en la mayoría de los casos, mantendrían en su vida adulta.

Hoy se ha olvidado esta pequeña palabra y en el discurso público se la sustituye por grandes palabras dirigidas a una población que, en su mayoría, no entiende ni usa, como hemos dicho, sino muy escasos términos, parte de los cuales ni siquiera es lenguaje común sino constituye un «argot» aglutinador del grupo al que el individuo se siente socialmente incorporado.

Es obvio que no se pueden extrapolar las situaciones, que el Chile de hoy no es el de hace cuarenta años y que, en consecuencia, la inducción masiva y sistemática de una conducta no tendría los mismos resultados, pero bien valdría la pena rescatar el contenido de algunas pequeñas palabras del pasado para incorporarlas a la educación y al mensaje público y de este modo procurar que el quehacer de los individuos y de los grupos corresponda al enunciado de las grandes palabras.

                                                                                  Mario Alegría A.

 

Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 7 de Noviembre de 2000

72. LA INGENUIDAD DE UN LIBRO BIEN INTENCIONADO.

Se terminaba la década de los sesenta y al autor de estas lineas le había tocado participar muchas horas que habrían correspondido al descanso, en la discusión de la reforma universitaria iniciada durante el período presidencial de don Eduardo Frei Montalva. Ese tiempo también lo resté a mi familia y ello redundó en las calificaciones escolares de uno de mis hijos; por entonces de unos doce años.

Para reencontrarme con él, creí que lo mejor sería un viaje por mar en un barco con pocos pasajeros, para estar juntos todo el tiempo. La oportunidad la brindaban entonces algunos buques que, por acuerdos internacionales, podían llevar hasta 12 pasajeros sin modificar su rol de tripulación.

De este modo, nos embarcamos en viaje al Perú, un día cualquiera, en el «Anjou’ un moderno carguero de la Compañía Transatlántica Francesa, construido en Alemania Oriental a pesar de la Guerra Fría que en esos mismos años sostenían Occidente y Oriente.

Los pocos pasajeros alternábamos frecuentemente con los oficiales, con quienes almorzábamos y comíamos. Ocurre cuando se trata con los franceses, que éstos aprecian el esfuerzo que se hace por hablar su hermosa lengua, aunque se haga un poco a tropezones, como era mi caso. Así fue como hice buenas migas con el primer oficial, un simpático gascón, alegre y conversador. En una ocasión mientras recorríamos juntos 1 buque hice el elogio de su diseño, con grandes escotillas que facilitaan la estiba y desestiba de la carga y el transporte de grandes bultos.

El coincidió en mi apreciación y agregó que eso era tan cierto, que en el mismo viaje hacia Chile, la nave había transportado, para el gobierno peruano con absoluta reserva, setenta tanques franceses medianos, de los más modernos. Agregó que al llegar al Callao, la descarga de los vehículos se hizo de noche y se cerraron al público las calles por las que transitaron hasta llegar, primero a sus cuarteles, y después a sus bases definitivas. Era, según me explicó la forma usual de proceder con el equipo bélico transportado al país vecino. Pocos años después entre 1973 y 1974 la Unión Soviética agregó otros 400 tanques recién construidos; al arsenal de nuestros vecinos del Norte.

Por los mismos años Argentina compraba más de cien tanques franceses X M30 iguales a los vendidos al Perú y otros a Austria cuya venta después le fue negada a nuestro país y construía en sus propias usinas más de 200 tanques medianos de un modelo nacional, de 30 toneladas, técnicamente bastante avanzados.

Entretanto, nuestro país no contaba sino con el grupo de blindados que Estados Unidos vendió al término de la Segunda Guerra de entre sus excedentes militares y en igual número al Brasil, Argentina, Perú y Chile. Como puede verse, la desproporción de recursos se hizo enorme e imposible de morigerar por un país como el nuestro, escaso de recursos y con el agregado de la enmienda Kennedy, que le impedía acceder al mercado de armas de Norteamérica.

La anécdota, me, vino a la memoria al conocer la publicación del Libro sobre la Defensa Nacional, con que nuestro país pretende explicar al mundo que no tenemos propósitos de expansión territorial y que todo nuestro esfuerzo, en materia de fuerzas armadas, está destinado solamente a disuadir eventuales aventuras expansivas de otro países.

Pocos días antes el Presidente del Perú se jactaba, con la adquisición de un escuadrón y medio de MIG 29, de poseer la fuerza aérea más poderosa de Sudamérica y la República Argentina hacía público su propósito de acceder a la condición de aliado estratégico no Otan de los Estados Unidos. No es preciso sacar muchas conclusiones de ambos hechos para darse cuenta del propósito de ambos países de mantener no un equilibrio bélico, sino la gran ventaja que, desde hace más de 50 años, gozan sobre nuestro país.

Chile declara públicamente su intención de no agredir a nadie, a pesar que dos de sus vecinos estuvieron a punto de iniciar un conflicto bélico con el nuestro en las décadas del 70 y 80.

¡Cómo deben haberse sonreído los politicos que condujeron las relaciones exteriores de nuestros vecinos, que quisieron por fortuna sin éxito, revivir el tratado de alianza de 1873 en contra de Chile!.

Los países, tanto como los particulares, debemos perdonar los pasados agravios si queremos alcanzar la verdadera paz y el progreso como lo han demostrado Francia y Alemania y los estados centroeuropeos, desde el fin de la Guerra Fría, pero este deseo de alcanzar la paz en beneficio del bienestar e incluso de la supervivencia de nuestros conciudadanos, no puede llegar a la ingenuidad, porque ello no cabe en la conducción de las relaciones internacionales.

La verdad ha sido que desde la gran crisis de 1931 en adelante, nuestro país redujo su inversión en defensa en términos peligrosos para nuestra soberanía, incluso durante el gobierno militar que con mas valor y entereza que recursos, debió enfrentar serias coyunturas internacionales.

Siempre hemos confiado en el profesionalismo de nuestras fuerzas armadas y en la calidad de los reclutas, para el caso de tener que enfrentar un conflicto bélico que nunca buscaríamos, y en esa seguridad vivimos, pero la moderna tecnología ha disminuido relativamente la importancia del soldado frente ala eficiencia de las máquinas.

Por eso, mantengamos nuestra política de paz, pero al estilo de Suiza, es decir con una capacidad de disuasión que haga reflexionar mucho a nuestros agresores potenciales antes de iniciar una aventura bélica.

Pidamos a quienes manejan nuestras relaciones internacionales que mantengan la línea de pacífica conducta y de respeto de los tratados de Chile pero que ¡por favor, no sean ingenuos!.

Mario Alegría Alegría.

Publicado en El Mercurio de Valparaíso el 5 de Octubre de 1997